El agua, con mucha fuerza,
había entrado a la casa,
que se esfumó ante su paso.
De lo poco, quedó nada.
Sólo encontró la mestiza
parte de una pared alta
y todo el techo arrancado
Húmedas ropas y mantas.
El sembradío, anegado
y destrozado el corral.
Todo había sucumbido
por furia del huracán.
La mestiza alzó a su niño.
No pudo evitar llorar.
Incluso su altar pagano,
hundido en el lodazal.
La niña mayor, muy seria,
desenterró su muñeca
y con barro y saliva
quiso pegar su cabeza.
Sus ojos estaban húmedos
más se empeñó en no llorar.
El dolor y la impotencia
obligáronle a madurar.
La mestiza se sentó
en una alta y negra piedra
y abrazó al niño pequeño.
Le dolía el alma entera.
-¡Dios, ya no me queda nada!-
desesperada lloró.
Más su hijo le susurró:
-Mamita...¡Le quedo yo!