Las mazmorras, bajo la antigua iglesia, habían pasado de ser celdas donde los herejes morían olvidados siglos atrás, a ser refugios antibombas, ahora que la guerra se había desatado. No era mucho lo que allí se veía: paredes, techo y piso de tierra apelmazada, rostros famélicos temblando en la penumbra; agua y pan mohoso en un rincón, que escasamente podría alimentarlos un día ó dos. Y una vieja cruz oxidada, con un Cristo de mármol crucificado y moribundo, miraba a todos desde lo alto de una pared.
Entre explosión y explosión, uno a uno, cual procesión improvisada, se iban acercando y escribían con sus dedos en la pared húmeda a los pies del Cristo.
Sálvanos...
Protégenos...
Véngate de nuestros enemigos...
Un joven, con casco de minero, llevando en su bolsillo una foto arrugada de una familia que ya no tenía, se acercó y escribió:
llévame contigo... Y llorando se hundió en un rincón.
En último lugar, una mujer que había permanecido callada y quieta en la semi-penumbra, se acercó a la reliquia que todavía osaba ostentar alguna que otra piedra preciosa, y mientras una certera bomba caía en ese momento sobre la vieja ermita , con dedos callosos y ensangrentados, arañó a los pies del Cristo:
Yo... te perdono...