Ella es mi monstruo

Fuerte, entera, irrompible

Lavé mi rostro con agua fría, con la intención de que bajara la hinchazón de mis ojos. Era martes y tenía que repetir la experiencia. Así como el día anterior y así como la buena alumna que pretendía ser, asistí a mis clases, llegué temprano, presté atención y tomé apuntes. Luego tuve las prácticas con mis compañeras de volleyball, que me trataban con una mezcla de recelo y amabilidad. Nunca seríamos amigas, pero al menos quedaba el respeto.

El entrenamiento era liviano y el ambiente resultaba ameno. Teníamos una profesora nueva y sus métodos eran distintos; prestaba más atención al equipo, que a los individuos. Sería interesante experimentarlo.

Caminaba con la máxima velocidad permitida cuando pasaba de una clase a la otra y cabizbaja. El problema eran los chicos, que me observaban con desprecio o se burlaban. Y en el caso de los del equipo de fútbol americano… bueno, ellos atacaban en grupo. Así que, mi meta era evitarlos como a la peste misma.

Cuando regresé al dormitorio, almorcé con Lena y terminamos de establecer nuestra convivencia. Ella también tenía una beca deportiva en atletismo. Era una muchacha graciosa y alegre, a quien le gustaban las fiestas para bailar, tomar y disfrutar. Le tenía miedo a las arañas y a las polillas, así que me encargó la tarea de deshacerme de ellas si entraban en el alojamiento. Odiaba el cigarrillo, las drogas y todo hábito poco saludable y medía su criterio a la hora de establecer relaciones con esa manera de pensar. Era la menor de cuatro hermanos y era la primera vez que estaba tan lejos de su casa y familia.

Congeniamos casi de manera inmediata.

Para evitar hablar del tema luego, le conté parte de mi experiencia fatídica del año pasado. No le di toda la información y ella no preguntó, cosa que agradecí.

El día había transcurrido sin incidentes, aunque aún no cantaba victoria. Salí del campus para encontrarme con mi hermana mayor. Me hizo las típicas preguntas al estilo interrogatorio, que pude contestar sin sudar mucho, aunque omití el tema de la maleta y Jonathan, porque eso solo desencadenaría en su preocupación y descontento, lo que menos deseaba.

Nos tomamos un taxi, porque la hora de la cita con el doctor estaba muy cerca y perderíamos demasiado tiempo yendo en autobús. Al principio, el viaje fue agradable e íbamos conversando animadas sobre nombres de niño o niña que nos gustaban. Pero, luego de un trecho, el auto entró en la vía rápida y las cosas se complicaron.

El taxista nos llevaba a 130 km/h en la autopista. Yo me sentía bien, pero Pamela se mareaba con facilidad y con el embarazo era mucho peor, por lo que enseguida pude percatarme de su rostro contraído y las respiraciones forzadas para controlarse. No pudo agregar más conversación, ni siquiera quejarse con el hombre, por eso me di cuenta de que se sentiría peor de lo que esperaba. Ella tenía un carácter digno de respeto y hasta temor.

Cuando por fin llegamos a destino, Pam salió del auto a dar arcadas en la calle. No vomitó, pero estuvo dos minutos respirando pausadamente para que se le pasara. Le masajeé la espalda, para enviarle un poco de confort.

El taxista seguía esperando, con cara de fastidio. Y yo no podía hacer nada, porque mi hermana era quien tenía el dinero. Cuando se recuperó de su malestar se giró a enfrentarlo con cara de asesina. Un rostro que había contemplado en innumerables ocasiones, pero que aún me asustaba un poco.

—Escúchame, maldito imbécil, ¿¡cómo se te ocurre llevarme a tanta velocidad, no ves que estoy embarazada!? —gritó, agitando sus manos en dirección del hombre. Su tono autoritario intimidaba y el taxista no era la excepción a la regla—. Te dije, expresamente, que fueras despacio. Una simple petición no puede ser tan difícil de acatar, ¿verdad? Y no es como si no te fuera a pagar. Entonces, ¿qué te pasa, eh? ¿¡Es que no tienes madre y por eso eres tan desconsiderado con las mujeres!? ¡Estúpido, malnacido!

—¡Pam! —exclamé, con la intención de que se calmara un poco. Su voz y gestos se hacían más violentos con el paso de los segundos.

Me fulminó con la mirada, enviando el claro mensaje: “cierra el pico y déjame despotricar tranquila”. El taxista, que hasta ahora estaba boquiabierto ante los insultos de mi hermana, con mi interrupción reaccionó.

—¿Va a pagarme, o no? —inquirió molesto.

Pam sacó el dinero de su billetera y se lo arrojó a la cara. El hombre se tornó rojo de furia, podía ver la vena saltando de su cuello.

—¡Estúpida perra! —gritó.

—¡Vete al demonio! —retrucó Pamela, sin quedarse atrás.

En ese momento decidí hacer mi aparición de hermana responsable, aunque era un poco tarde ya. Tapé su boca, pedí disculpas al ofendido taxista, excusándola con las hormonas del embarazo y toda esa historia. Y la llevé a las rastras hacia adentro, una tarea que me resultó hercúlea por tener que lidiar con su panza hinchada y la furia que la poseía.

Cuando entramos en el hospital, se deshizo de mi agarre con brusquedad. Tenía ganas de pegarme, eso seguro, pero no me iba a echar para atrás.

—¡Pam, tienes que calmarte! —exclamé, cansada—. Piensa en la criatura. No puedes seguir reaccionando con tanta vehemencia.

—Soy su madre, Amy. Tiene que acostumbrarse a que sea una perra y mejor que lo haga desde adentro.

Suspiré con frustración. Ella tenía el pequeño defecto de siempre querer quedarse con la última palabra. Además de su carácter fuerte. Pero a pesar de sus palabras, Pam no era mala. Yo, que vivía con ella podía atestiguar que era una mujer fuerte y leal a los suyos. Este era su primer hijo biológico, pero ella ya era madre. De Jenna y mía.

Mamá murió cuando nació mi hermana menor, algo salió mal en la cesárea y no pudieron salvarla. Desde ese día, Pamela con solo catorce años, se hizo cargo de nosotras dos. Aunque mi padre todavía estaba vivo en esa época, cuando yo no sabía qué hacer se lo preguntaba a ella. Era mi fuente de conocimiento y a quién recurrir en caso de necesidad.




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