Ella es mi monstruo

Traer al monstruo de vuelta

 

El resto de la semana me dediqué a pensar en cuestiones fundamentales que había estado posponiendo hasta el momento, pero que debía plantearme tarde o temprano. Eran tres preguntas principales, de las cuales se desprendía el trasfondo de mi existencia.

¿Por qué juego volleyball?

Era un deporte que me apasionaba, al que había dedicado la mayor parte de mi tiempo por años y que había sido parte de mí. Me había ayudado a superar muchos momentos difíciles, llenando mis vacíos y carencias. Además de eso, me había ganado la beca que me permitía asistir a la Universidad sin ser una carga para mi familia.

¿Por qué empecé a odiarlo, si antes no podía vivir sin este?

Mi falta de motivación había comenzado por la necesidad de ser popular, de acoplarme a las diversiones de los chicos con los que me juntaba; esos deseos me hicieron perder de vista mis antiguas metas e intereses. Ya no me llamaba la atención jugar, sino ir a fiestas y pasarlo bien.

Después de lo sucedido con Jonathan, la pelota de volleyball se transformó en algo dañino en mis manos. Ya no podía dejar de relacionar mis movimientos con lo que había sucedido, con el dolor que le había ocasionado a esa persona. Y el apodo de monstruo se apegó a mi persona con toda la fuerza negativa de la experiencia. Cada vez que alguien me llamaba de esa manera, me recordaba lo que había hecho y lo que era capaz de hacer y como consecuencia se apagaba un poco más el amor o apego que sentía por el deporte. Hasta que lo único que me quedó fue el odio.

¿Puedo seguir jugando, a pesar de sentirme así?

No, no podía. Mi actitud no solo molestaba a otros, como Georgina, me molestaba a mí. Aunque disfrutaba del ejercicio y movimiento, estaba harta de jugar. Mi reputación de jugadora monstruosa era lo que más detestaba y no podía evitarla, sin importar lo que hiciera.

Mi mente se enredaba y desenredaba con mil soluciones distintas, aunque ninguna lograba satisfacerme del todo. Sentía que la incógnita era trascendental en mi vida, de otra manera no sería tan difícil decidir. Tendría que ser muy cuidadosa a la hora de elegir la respuesta.

Llamé a Pam para avisarle del campamento y le conté las noticias, sin dejar afuera mis futuras posibilidades. A ella no le gustó ni medio lo que deseaba hacer, porque me había dedicado por tantos años y había llegado tan lejos. Era casi suicida empezar de nuevo a esta altura de mi vida, especialmente tratándose de deportes. Pam lo sabía y por eso siempre me animaba a seguir a pesar de las dificultades, pero tampoco quería que me sintiera miserable. Ella era mi hermana y mi principal apoyo, quería lo mejor para mi futuro, pero también velaba por mi bienestar emocional. Por eso me dio luz verde a que decidiera lo que me hiciera sentir cómoda, aunque si me dejó claro que abandonar la universidad no era una opción factible. No me quedó más remedio que tachar esa idea de mi lista y sacarme la posibilidad de la cabeza.

También hablé con los directivos de la institución y me informé lo suficiente como para realizar mi próxima medida. Ellos tampoco estaban muy contentos con mi decisión, ya que el próximo año serían las olimpiadas y estaban esperando mi actuación en el equipo. Tuve que aguantar su mar de quejas y las frases armadas sobre mi carrera profesional destruida y blablablá. Pero más que eso no podían hacer, porque después de todo, era mi vida.

Abarajando todo el material reunido, junto con las opiniones de las personas que me importaban, pero especialmente analizando lo que yo quería, tomé una decisión. Ya no había manera de cambiar mi dictamen, este era el definitivo y sin importar las consecuencias, iría hasta el final.

El jueves se decidió que el partido de duelo sería el lunes, al regresar del campamento. Así que mi lucha psicológica con esta chica no se prolongaría más que eso. Solo tenía que asegurarme de aplastarla, para que no volviera a meterse conmigo.

Avisé en el trabajo que no podría ir el sábado, así que tuve que compensar las tres horas el día viernes. La jornada laboral fue una tortura casi eterna, culpa del viejo insoportable de mi jefe. Ese día llegué agotada y sin embargo no pude dormir, cosa que me irritó muchísimo. La ansiedad poseía mi cuerpo y me impedía descansar apropiadamente, pero ¿qué podía hacer además de carcomerme por los nervios? Nada, solo me quedaba aceptar el hecho y esperar que sucediera lo inevitable.

Al día siguiente, me levanté temprano y preparé mi ropa con método y precisión. Como todavía quedaban unas horitas antes de partir, también aproveché a limpiar mi habitación, que ya mantenía inmaculada. Luego desayuné con Lena, que me llenó de buenos deseos y prometió que me esperaría con un pote de helado a la vuelta como un permitido por el sacrificio. “Por entregar el cordero a la degollación”, pensé siguiendo su línea de argumento, pero no lo dije. La saludé con una sonrisa, mientras me colgaba la mochila al hombro. A pesar de todo, me alegraban sus palabras de ánimo.

En cuanto atravesé el umbral de la puerta, mi sistema nervioso se aceleró, hasta un punto crítico. Hiperventilación, latidos irregulares, leves mareos, puntadas en la cabeza. Sí, estaba al borde del ataque de pánico. Me detuve unos segundos, apretando los párpados y dando lentas y concienzudas respiraciones para calmarme y no colapsar.

Vamos, Amy, que esto recién empieza. Y ya casi terminas…

Caminé en dirección a la estación de autobuses, a unas dos cuadras del campus universitario. Allí estarían las chicas del equipo esperando por nuestro transporte alquilado. Avancé a paso de tortuga, despacio y seguro, intentando retrasar mi llegada, aunque solo estaba a cinco minutos de mi destino.

Eres tan cobarde, Amy.

Sí, sí, créeme que ya lo sé.

Cuando llegué me encontré con una grata sorpresa que iluminó mi sombrío estado de ánimo. Entre mis compañeras de equipo, se encontraba un chico de cabello castaño claro y ojos avellana que me miraba con una sonrisa y la cabeza levemente ladeada hacia la izquierda. Se acercó a mí, sin vacilación. Nos quedamos parados uno frente al otro, escrutando nuestras expresiones. La mía seguramente era nerviosa, pero la de él era pacífica y cálida.




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