Ella es mi monstruo

Creías que te daría las gracias

 

Llegó el tan esperado partido, el día en que se zanjaría la cuestión entre Georgina Hanks y yo, siendo las jugadoras más fuertes del equipo de volleyball. Quedaría demostrado quién era la mejor y el resultado dejaría las cuentas claras. Era un momento decisivo.

La tribuna estaba llena de estudiantes, ansiosos por presenciar el partido entre monstruo Reeve y su rival. Escuché de refilón las usuales apuestas, con cierta emoción irónica, siendo que muy pocos votaban por mí. Se había corrido la voz de que Georgina me había superado en los partidos previos, así que la excitación de mis anti-fans era del tamaño del monte Everest. Y sus abucheos no eran broma, la hostilidad era palpable, aún a la distancia.

Mantuve mi mirada en el campo, en las chicas del equipo, en la nada misma. Me ubiqué en mi respectivo lugar, acomodando cada pensamiento fuera de foco. Me estiré un poco y respiré concienzudamente. La profesora indicó que el partido duraría diez minutos y nos dio instrucciones para preparar nuestros cuerpos. Ya habíamos calentado por veinte minutos.

Se determinó mediante piedra, papel o tijera que mi equipo haría el primer saque. Me posicioné frente a ellas, para indicarles que sería yo quien lo haría. Jennifer, quien era la capitana y además miembro de mi grupo, asintió.

—Sé que no he sido la más jugadora estrella que ustedes esperaban, ni me considero un ejemplo de nada. Pero les pido, por favor, que me dejen este partido. Intervengan lo menos posible.

Ellas fruncieron sus entrecejos, discordantes con mi petición. En realidad, nadie en su sano juicio diría semejante estupidez.

—Pero, Amy, Georgina no hará lo mismo y será imposible que ganes sola contra un equipo.

—Te agradezco la preocupación, pero no hace falta. Sé lo que estoy arriesgando, pero es necesario que lo haga de esta manera. Tengo que ganarle con mi fuerza y dar por terminado esto.

—¿Con esto, te refieres al apodo, verdad?

Le sonreí con desgano a Jennifer y asentí, para que dejara de preguntarme. Pero, como ella bien sospechaba, existía un significado más trascendental en este encuentro. Era muy pronto para revelárselo a los demás, pero lo haría cuando ganara. La idea había estado rondando mi mente desde que conocí a Georgina y hoy la llevaría a cabo.

Mientras esperábamos que la profesora se colocara en posición y tocara el silbato, tomé la pelota con ambas manos y la llevé a mi frente. Mis ojos se cerraron de manera automática cuando el balón se apoyó en mi piel. Con aquel áspero contacto, concentré todos mis pensamientos en una cosa. Ganar, sin importar lo que cueste.

Hacía mucho tiempo que no jugaba en serio y ese día tendría que usar toda mi capacidad, que había enterrado en las profundidades. Mi manera de jugar –con la que había ganado el odiado apodo de monstruo– hoy me ayudaría a ganarme el respeto de alguien, además de la prohibición del uso del seudónimo y sus variantes. Era la contradicción misma.

La profesora dio el anuncio de comienzo e hizo sonar el silbato. En ese momento, abrí los ojos y tomé una profunda respiración. Mi cuerpo ya estaba caliente, las gotas de sudor resbalaban por mi rostro y algunos mechones sueltos se pegaban en mi cuello. Me gustaba esa cálida sensación. El latir de mi corazón era constante, pero estaba listo para el combate. Y por encima de todo, mi mente, estaba despejada y en armonía con cada miembro de mi cuerpo.

Piqué una, dos, tres veces…

Tiré la pelota hacia arriba y cuando esta estuvo a la altura justa, flexioné las rodillas hasta el punto necesario para tomar el impulso. Salté. Mi brazo se extendió desde atrás hacia adelante y golpeé la pelota con fuerza. El balón cruzó a la parte contraria con un empuje más poderoso del que estaban acostumbrados a recibir de mi parte y no pudieron salvarlo. El punto fue para mi equipo.

La tribuna de estudiantes gritó. Algunos me apoyaban, la mayoría no. Pero, a pesar del ruido de los constantes alaridos, no perdí la concentración. Volví a ubicarme en la posición inicial y con una postura estable y segura, golpeé nuevamente la pelota.

Los siguientes cinco tantos fueron para mí, el equipo contrario simplemente no podía detener el balón. En la mirada de Georgina, pude notar la pizca de furia que siempre decoraba su rostro, pero junto con esta había otra emoción, una que nunca había mostrado. Desesperación. No me detuve a analizarlo ni a festejarlo.

Al fin lograron salvar la pelota, gracias a ella. Se la pasaron un par de veces y mi rival culminó la jugada del equipo con un remate. Corrí hasta la red, moviendo a mis compañeras a un lado para recibir el ataque. Georgina golpeó con fuerza, no la miré a los ojos, sino que mantuve la mirada en el balón todo el tiempo. Bloqueé la pelota y la envié con potencia hacia el suelo del equipo contrario.

Ya habían pasado cinco minutos del partido y cada punto había sido mío. Y así continuó. Saque, bloqueo, remate. Uno tras otro, sin dejarles ninguna entrada posible a mis oponentes, seguí anotando sin descansar un segundo. Ni siquiera le presté atención a los pequeños tirones en mi espalda o a los latientes cardenales de mis brazos. Tal como el monstruo que era, el que todos esperaban que fuera.

Mi fama era bien conocida por casi todos los estudiantes. Sin embargo, me había mantenido en las sombras desde el incidente con Jonathan. Ahora muchos de los presente estarían sorprendidos de verme en todo mi esplendor. La última actuación del monstruo Reeve sería memorable.

Terminó el partido con una aplastante derrota para el equipo de Georgina. Los resultados dejaron claramente expuesto, quién era la mejor jugadora de volleyball. Lamentablemente era yo. No me sentí feliz por eso. La única satisfacción que tenía, provenía de haber ganado la apuesta, porque significaba que el apodo perdería un poco de peso. Ella al menos, dejaría de decirlo cada dos palabras.




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