Ella es mi monstruo

No le digas niño

No sé cuánto tiempo había pasado desde que Pam había entrado en la sala de operaciones,  cuando sentí que alguien me apretaba el hombro. Como era mi brazo derecho, pegué un respingo de dolor y me di vuelta inmediatamente. Y la persona que estaba frente a mí, solo consiguió que perdiera la poca compostura que había logrado mantener. Era mi cuñado y su expresión de profunda tristeza era el fiel reflejo de la mía.

—¡Owen!

Nos abrazamos en ese mismo instante, compartiendo el peso de la carga que llevábamos. Mi rostro se hundió en su pecho y recibí con gusto y angustia la calidez familiar que él representaba. El escalofrío recorrió mi columna vertebral al percibir la gran diferencia de temperaturas.

—Estás helada, Amy —terció con desaprobación al despegarse un poco de mí. Frotó un poco mi espalda para darme calor con la fricción, pero era lo mismo que nada—. Y pálida.

—Lo sé —asentí, con la cabeza gacha. No me sentía digna ni de mirarlo a los ojos.

—Ames —su voz dulce era un tierno susurro que acariciaba mi alma.

 Y fue entonces, cuando sin poder retenerlo un segundo más, ese profundo y sentido sollozo salió desde el interior de mi pecho. A ese se unieron unos cuantos más, como efecto dominó. Mis rodillas se aflojaron y si no hubiera sido porque Owen me rodeaba con sus brazos, me habría desplomado en el suelo.

—Shhh, todo estará bien. Cálmate, Ames. Ella lo conseguirá. Ella es la persona más fuerte que he conocido en mi vida.

Hablaba a toda velocidad, apoyando su mandíbula contra mi coronilla. Pero a pesar de que sus palabras expresaban una seguridad absoluta, podía sentir su cuerpo temblar. Era eso, el miedo. Aquel terror de perderlo todo.

Apreté mis párpados, que expulsaron un poco de líquido caliente.

—Lo siento, Owen. Lo lamento muchísimo. Esto es mi culpa.

Comencé a balbucear todas esas cosas sin sentido, sin poder guárdemelas. Mi interior estaba intoxicado de aquel triste sentir y no era capaz de refrenar mis lamentos.

—¿De qué hablas, Amy? No es así —contradijo mi cuñado, con irritación—. Esto no es por tu causa. ¿Cómo dices semejante cosa?

—Sí, lo es. Yo sabía que los ascensores no funcionaban bien y no dije nada. Si le hubiera contado a Pam… Si la hubiera detenido, si…

Él me interrumpió, separándose de mí. Su mirada era severa. Quizás por fin se había dado cuenta  de que yo era la culpable de todo.

—No es así —repitió su negativa—. No puedes culparte por las cosas malas que suceden en la vida, Amy, porque no es la realidad. Y si siguiéramos esa línea de pensamiento, entonces yo también tengo la culpa.

—No, Owen, eso es ridículo. ¿Por qué la tendrías?

—Porque si hubiera salido más temprano del trabajo, habría estado con ustedes y tú y yo habríamos sido capaces de abrir esas puertas, Amy. O si le hubiera comprado otro teléfono a Pam, uno que no perdiera la señal, entonces ustedes podrían haberse comunicado con emergencias sin ningún problema. O si no le hubiera pedido a Pam que tuviéramos un bebé… Yo soy el que tiene toda la culpa.   

Su voz sonaba baja y controlada, pero en sus ojos se veían la tristeza y desconsuelo que estaba sintiendo. Pero a pesar de que lo que decía era cierto, ni yo ni nadie podían culparlo. Y fue en ese momento que entendí lo que quería transmitirme, las palabras encajaron en el oscuro túnel de mi mente cerrada y la abrieron un poco.

No era mi culpa, ni la de nadie, porque a veces uno se encuentra en el momento y lugar menos indicado. Nadie puede controlar lo que sucede, ni tiene la vida comprada. Aunque eso no mejoraba la situación, me sentí aliviada por la epifanía.

—Tienes razón, Owen. Lo lamento —mi llanto afloraba al hablar.

—Basta de lamentarte —su voz también sonaba estrangulada.

—Es que estoy haciendo las cosas más difíciles. No lo haré más, lo prometo.

—Bien. Así me gusta, Ames. Vamos a superar esto, ya lo veras —declaró, intentando sonar convincente.

—Claro que sí.

Nos mantuvimos abrazados, hasta que a mi cuñado lo llamaron para entrar al quirófano a cortar el cordón umbilical del bebé. Aunque tendría que haber sido un acontecimiento feliz y único, yo solo podía pensar en que Pam ni siquiera se encontraba consciente para compartir esos primeros minutos con su hijo y marido.

Después de una eternidad, culminó la operación y mi hermana fue derivada a terapia intensiva. Los médicos habían extirpado su útero, porque la hemorragia había sido incontrolable. Se había salvado por los pelos, pero no podría tener más hijos. Era la espantosa realidad. Y su vida aún estaba en riesgo.

Pero el bebé, que aún no tenía nombre, se encontraba en perfectas condiciones. Su desarrollo estaba completo, así que el peligro había pasado para él. Al menos ese aspecto había terminado bien y era lo que Pam había pedido en esas últimas palabras, el bienestar del niño por encima del suyo.

Luego de mucho insistir, me llevaron a una sala y me hicieron un ultrasonido en el brazo derecho, que dolía muchísimo. En los resultados se vio que mis tendones se habían inflamado por el sobre esfuerzo. Me dieron calmantes y tendría que hacer reposo y ponerme compresas, pero no me preocupaba, porque yo ya no utilizaba tanto mis brazos para practicar deportes. Y aún si hubiera sido el caso, habría sacrificado mis piernas por la vida de mi hermana.

Los doctores habían quedado impresionados al enterarse que había abierto las puertas interiores del elevador yo sola. Llegaron a la conclusión de que había tenido una descarga de adrenalina, algo que sucede cuando estás muy asustado o alarmado, quizás porque tu vida o la de algún ser querido corren peligro. Ellos me explicaron que el cuerpo segrega una sustancia para hacerle frente a esa situación, por eso el corazón late más rápido, las pupilas se dilatan, aumenta la presión arterial y también la energía. Esto puede permitir que una persona corra más rápido, tenga mejores reflejos o hasta en algunos casos, experimente una fuerza monstruosa…




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