Ella Es Mi Promesa

Capítulo 4-1

En la quietud de mi memoria, regreso a aquel atardecer en el Viejo San Juan. El sol se sumergía lentamente en el horizonte, pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosado. Recordar la textura áspera del muelle bajo mis pies y el suave murmullo del océano cerca, es revivir un capítulo donde el tiempo se detuvo.

Caminábamos de la mano, ella y yo, perdidos en la maraña de callejones adoquinados que se entrelazaban como un rompecabezas histórico. Las paredes de colores vibrantes resguardaban siglos de historias en sus grietas, mientras las farolas de hierro forjado proyectaban sombras que danzaban con el viento cálido.

El sonido de las olas golpeando suavemente el muelle creaba una sinfonía tranquila, como si el mar mismo estuviera componiendo la banda sonora de nuestro paseo. Las luces parpadeantes de los barcos en el horizonte añadían destellos mágicos a la escena, mientras la brisa salada acariciaba nuestros rostros.

Bajo el abrazo del crepúsculo, el Viejo San Juan se transformó en un escenario íntimo y encantador, donde cada rincón susurraba historias de amores antiguos. Nosotros éramos solo dos viajeros, caminando juntos en ese momento atemporal, donde el pasado y el presente se entrelazaban en un romance sin fin.

Susurros de amor se entrelazaban con la brisa mientras continuábamos nuestro paseo por el adoquinado camino. Ella rompió el silencio con una risa suave, y sus ojos brillaban como luciérnagas en la penumbra.

—¿Recuerdas la primera vez que estuvimos aquí juntos? —le pregunté, dejando que la nostalgia se filtrara en mis palabras.

Ella asintió con una sonrisa tierna. —Cómo olvidarlo. Este lugar siempre tiene ese toque mágico.

El aroma tentador del café flotaba en el aire cuando nos acercamos a la Plaza de Armas. Entre los antiguos edificios de estilo español, la plaza se abría ante nosotros, iluminada por faroles que derramaban su luz sobre mesas de hierro forjado y sillas de mimbre.

—¿Qué te parece si nos detenemos aquí? —sugerí, señalando una pequeña cafetería alineada con el encanto del lugar.

Ella asintió con entusiasmo, y nos instalamos en una mesa bajo la sombra de un árbol centenario. Mientras pedíamos dos tazas de café humeante, nuestros dedos se rozaron suavemente. La conversación fluía como un río tranquilo, compartiendo risas y secretos en medio de la arquitectura que testificaba la historia.

El sonido de la guitarra de un músico callejero creaba la banda sonora perfecta para nuestra velada. El café llegó, trayendo consigo el cálido aroma que envolvía la plaza. Tomé un sorbo, saboreando el sabor mientras ella me miraba con complicidad.

—Este lugar siempre será especial para nosotros, ¿verdad? —dijo, sus ojos buscando los míos.

Asentí con una sonrisa. —Sí, porque cada rincón guarda un pedazo de nuestro propio cuento de hadas.

Caminamos por las estrechas calles adoquinadas, sumidos en la melancolía de recuerdos compartidos y la emoción de crear nuevos momentos. A medida que nos adentrábamos en la atmósfera encantada del Viejo San Juan, las fachadas coloreadas de los edificios nos guiaban como guardianes silentes de historias pasadas.

—Recuerdo cuando tropezaste aquí por primera vez —comentó ella, señalando un lugar donde el adoquín se elevaba ligeramente.

Ríos de risas brotaron de ambos mientras evocábamos ese incidente cómico. Las calles parecían resonar con el eco de nuestras carcajadas, como si el propio San Juan se uniera a la celebración de nuestro amor.

El muelle se extendía ante nosotros, y las olas susurraban cuentos que solo el océano podía comprender. Nos tomamos de la mano, inmersos en la música suave del entorno. En el horizonte, el sol comenzaba su lenta despedida, arrojando tonos dorados sobre las aguas que reflejaban el romance de la tarde.

—Te acuerdas de aquel día en que juramos volver siempre a este lugar —mencioné, mirándola con ojos llenos de complicidad.

—Y aquí estamos, cumpliendo nuestra promesa —respondió ella, con una chispa de felicidad en sus ojos.

La Plaza de Armas se reveló ante nosotros, iluminada por faroles que danzaban con la brisa nocturna. Nos sentamos en una acogedora cafetería, rodeados por la arquitectura que susurraba secretos de siglos pasados. El aroma del café fresco avivó nuestros sentidos, y nuestras risas se mezclaron con la melodía de un guitarrista callejero.

—Siempre supe que eras mi destino —le dije, con una sonrisa juguetona.

Ella rió, pero sus ojos destilaban una dulce complicidad. —Tú eres mi mejor aventura.




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