Valérie supo que no podría parar de correr, si lo hacía, sus perseguidores la alcanzarían y no tendrían piedad con ella. Pero correr en tacones no resultaba cómodo, además que representaba un peligro inminente para la salud de sus tobillos. Así que, sin pensarlo dos veces, se deshizo de sus zapatos lanzándolos a un lado de la mal iluminada calle que le servía como ruta de escape de los dos hombres y la mujer que no dudarían en dejarle unos buenos moretones en su delicado rostro, además de unos cuantos huesos fracturados. Su única esperanza era la de alcanzar la avenida principal. Una vez allí, estaría protegida por los transeúntes y los clientes de los bares y restaurantes que a esa hora aún no habían cerrado. Agradeció que el verano estaba a la vuelta de la esquina y la temperatura era más que agradable, de lo contrario sus pies descalzos habrían sentido los rigores de la nieve o de los charcos de agua que solían dejar las lluvias de primavera. Su carrera era bastante ágil, y su alta velocidad hizo que no tardara más de quince segundos en lograr la tan anhelada avenida. Volteó a mirar a los que deseaban acabar con ella y, para su suerte, alcanzó a percibir que la muchacha se había quedado atrás junto con uno de los hombres, y solo era el otro, el que parecía ser más fuerte y atlético, el que continuaba en su persecución. En medio de su desesperada carrera, estuvo a punto de chocar con una joven pareja de orientales, quienes afortunadamente tuvieron la agilidad suficiente para esquivarla. Era una pena que tuviera que usar el vestido más lindo que había tenido en sus escasos diez y seis años de vida para tener que huir de un grupo de gente que jamás la perdonaría por el supuesto hecho de haber querido aprovecharse de una de sus amistades. Se percató de la manera como la gente la miraba: era lógico que no pasara desapercibida. Ver a una hermosa adolescente, vistiendo su elegante traje de fiesta verde agua marina, corriendo descalza por una céntrica calle de Montreal no era cosa de todos los días. Lo que no sabían, es que todo era culpa de una confusión. El hombre que aún continuaba persiguiéndola asistía al mismo colegio de ella. Su nombre era Pierre, quien minutos antes había escuchado por parte de uno de sus amigos, que Valérie había tratado de forzar a una muchacha llamada Silvie para que le diera un beso. Esto había ocurrido en el baño de mujeres del salón de fiestas. Silvie era la novia de Pierre. El supuesto testigo, algo pasado de copas, no había diferenciado la puerta del baño de hombres con la de mujeres, y cuando fue consciente de que se encontraba en el lugar equivocado, también se percató de una muchacha de cabello castaño claro, vestida con un traje verde agua marina, sujetando fuertemente y tratando de convencer a la novia de Pierre para que se dejara dar un beso. Sin detenerse a confirmar de quien se trataba, el muchacho pasado de copas había regresado al salón principal a contar lo que supuestamente estaba sucediendo con Valérie. No demoró mucho Pierre en enterarse del acoso al que estaba siendo sometida su novia, y sin esperar las respuestas a las preguntas que nunca hizo, se dirigió hacia el baño en busca de la supuesta agresora con la firme intención de enseñarle, a punta de golpes, que las mujeres se deben besar con los hombres y los hombres se deben besar con las mujeres. Las coincidencias habían decidido juntarse, y antes de que el atlético muchacho, seguido por dos de sus buenos amigos, llegara a la puerta del baño de mujeres, se encontró frente a frente con Valérie, quien venía de la zona donde se ubican los cambiadores, después de haber dejado allí su pequeña cartera que ya empezaba a ser un estorbo, especialmente en los momentos en que decidía salir a bailar. El rostro con la expresión de pánico de la pobre niña no habría podido ser más estremecedor al ver que su compañero se convertía en su atacante y le dirigía un puño directo a la cara al tiempo que le gritaba –: En este colegio no queremos mujeres raras–. Afortunadamente Valérie supo esquivar el golpe al lograr agacharse en el momento preciso, provocando que su atacante siguiera derecho y estrellara su mano contra la pared, lo que ella aprovechó para arrancar a correr y salir del salón por la primera puerta que había encontrado, justamente la que daba al oscuro callejón en el que se había visto obligada a abandonar sus zapatos. Definitivamente la suerte había decidido abandonarla. Valérie había estado en el baño segundos antes de dejar su cartera en los cambiadores, y al igual que el joven pasado de copas, también había sido testigo de lo que allí estaba sucediendo. Se trataba de una muchacha que ella jamás había visto en su vida, que no pertenecía a su colegio, y que luciendo un vestido bastante similar al de ella, y con un corte y tono de cabello casi que idéntico al suyo, estaba haciendo lo posible para convencer a la novia de Pierre para que se dejara besar. Era evidente que la niña acosada no estaba en su sano juicio, sin embargo, Valérie había decidido no decir nada, y había preferido abandonar el baño lo antes posible y continuar en su camino.
Ahora agradecía haber pertenecido en años anteriores al equipo de atletismo del colegio, o de lo contrario no hubiera sido capaz de lograr la velocidad que le permitía huir de sus perseguidores en medio de la multitud que ese sábado en la noche colmaba la Rue Sainte–Catherine.
No había recorrido más de una cuadra en el momento en el que hasta sus oídos llegaron la clase de gritos que suelen escucharse cuando alguien es víctima de un gran dolor. Volteó a mirar sin parar de correr, alcanzando a observar cómo el fornido perseguidor parecía haber tropezado y se encontraba con el rostro pegado al asfalto. Aunque todo parecía indicar que el peligro había disminuido, sería una locura detenerse ahora, por lo que continuó avanzando entre la multitud sin desacelerar en lo más mínimo la velocidad que había mantenido desde la salida del salón de fiestas. No era la mejor manera de terminar la velada del baile de graduación, pero estaba agradecida que, con la excepción de la ceremonia de grado, no tendría que volver a verle las caras a la mayoría de sus compañeros. Alcanzó a recorrer una cuadra más antes de percatarse que ni el muchacho atlético, ni tampoco sus acompañantes, se encontraban aún en su persecución. Disminuyó el ritmo, pero continuó caminando entre la gente sin bajar la guardia y sin saber exactamente cuál sería el paso a seguir. Su cartera y su chaqueta se encontraban en los cambiadores del salón de fiestas, pero regresar a aquel sitio supondría ponerse nuevamente en manos de los que querían acabar con ella. Su reloj de pulsera indicaba la y una y treinta minutos de la mañana, lo que le daba media hora para buscar a Gail, su mejor amiga y encargada de llevarla hasta su casa en el auto que su padre le había prestado. Seguramente ya se habría enterado acerca de lo que estaba sucediendo y probablemente estaría buscándola en las afueras del salón. Tendría que acercarse hasta allí si no quería recorrer las cincuenta calles que la separaban de su casa caminando sobre sus pies descalzos.