Ella Quería Volar

3

No le faltaban más de veinte cuadras cuando nuevamente se sentó a descansar en una escalera de piedra. Sus escalones estaban llenos de hojas secas, de aquellas que se apresuran a brotar con los primeros visos de la primavera, pero que con la llegada de junio no se resisten a caer con la ayuda de las fuertes lluvias. Ya no solamente eran los pies los que le dolían, ahora la cintura se sumaba al grupo de molestias y adversidades de nunca acabar. ¿Por qué todo le tenía que salir mal? Nunca había querido asistir a ese baile, pero Gail la había convencido con el argumento de que la fiesta de graduación se vivía solo una vez. Valiente argumento para una fiesta tan mala, era lo que ahora pensaba. La música no había sido de su gusto, había poco espacio para bailar, y ni siquiera estaba interesada en alguno de sus compañeros. Aunque había tres o cuatro que se destacaban por su buena presencia, pensaba que su mentalidad era infantil, solo hablaban de sexo y deportes, y no parecían tener la más mínima idea de lo que harían después de graduarse. En cambio, ella, desde que cumplió los quince años, supo que iría a la universidad y luego a la escuela de aviación. Su sueño era volar para una gran aerolínea comercial, recorrer el mundo, salir por primera vez de su provincia, conocer diferentes países y gentes de muchos pueblos, de muchas razas y de muchas culturas. Aunque en Montreal se había acostumbrado a ver gente proveniente de países como la India y la China, tenía la idea de que esos inmigrantes se norte americanizaban con el pasar de los días, y que, si su pretensión era conocer su verdadera cultura, tendría que desplazarse hasta el lugar de donde habían venido. El tener clara sus metas era la razón por la que no se interesaba en nadie. Además, sabía que su manera de pensar difería en muchos aspectos de la de sus compañeros. Muchos la llenaban de halagos: le decían que era muy linda, muy buena persona, muy inteligente, buena estudiante, pero eso nunca había sido suficiente para convencerla de que debía salir con alguno de ellos. Nunca había querido dárselas de importante, y mucho menos pasar por antipática. Lo que la llevaba a alejarse de sus pretendientes era la idea de que el amor era algo que se debía tomar con seriedad, y esa cualidad era la que menos veía entre sus compañeros. Algunos habían llegado a pensar que ella era lesbiana, pero su forma de ser, de comportarse y de moverse, eran tan femeninas que era una hipótesis que nunca había tomado fuerza. Pero todo eso estaba quedando en el pasado, ahora lo importante era seguir en su camino y rogar para que su madre no se diera cuenta de lo tarde que iba a llegar.

Se puso de pie sintiendo nuevamente el cosquilleo de sus piernas y la presión en su cintura. Aunque seguía haciendo frio, sentía calientes las plantas de los pies y hubiera querido tener algo de agua a su alcance para refrescarlas. La zona residencial había quedado atrás, y se había visto obligada a regresar a la avenida principal, en donde era imposible encontrar los jardines con el refrescante césped que había despreciado un poco más temprano. Se estaba adentrando en una zona de pequeños edificios y locales comerciales en donde sabía que le sería imposible eludir la dureza del asfalto. Y fue al llegar a una esquina cuando supo que esta vez no tendría la fuerza para escapar. De un momento a otro, dos hombres vestidos de jeans y chaquetas negras aparecieron frente a ella. Sus rostros parecían sacados de una película de terror, o por lo menos eso fue lo que le pareció a ella. Uno de ellos tenía el cabello largo y rubio, con una mandíbula prominente y unos ojos claros que inspiraban temor. Su sonrisa era como la de aquellos que acaban de encontrarse un billete de cien dólares tirado en la calle. Su acompañante tenía el cabello oscuro y corto, una barba y bigotes totalmente descuidados, y su sonrisa dejaba ver que le faltaban por lo menos tres dientes.

–Pero ¿qué tenemos aquí? –dijo el de cabello rubio bloqueándole el paso a Valérie.

–Oye nena, ¿no está un poco tarde para que andes por estas calles? Nunca se sabe en qué momento podría aparecerse alguien a quien no le caigas bien –fueron las palabras del sujeto de la barba.

Ella miró a su alrededor y supo que estaba perdida. No se veía un alma y tampoco un automóvil en varios metros a la redonda. Se sentía agotada y asustada y sabía que tratar de huir sería casi que imposible.

–Solo quiero llegar a casa, por favor déjenme seguir –dijo ella agarrando la falda de su vestido con los puños.

–Pero si nadie te lo está impidiendo –dijo el de cabellos claros con tono de burla–, solo te estábamos aconsejando para que no salgas así de tarde de tu casa.

–Entonces por favor déjeme pasar –dijo Valérie tratando de poner un tono amable.

–Lo que pasa señorita bonita, es que todos los que pasan por aquí deben pagar un peaje –dijo el de las barbas.

–No tengo dinero, no tengo nada, todo lo extravié a la salida de una fiesta.

Su corazón latía con fuerza, pensó que nunca había sentido tanto miedo, estaba al borde del llanto, no entendía cómo había terminado envuelta en esa situación, y hubiese dado lo que fuera por estar en la seguridad de su casa.

–Creo que podrías dejar tu reloj como parte de pago –dijo el de cabellos largos mirando el pequeño reloj dorado de ella. No le gustaba usarlo, siempre lo había guardado como un tesoro desde el día en que su padre se lo había regalado antes de partir hacia Suramérica. Habían pasado cuatro años desde su partida, y nunca lo había vuelto a ver, y ahora estos hampones pretendían quedarse con uno de sus pocos recuerdos.

–No vale nada señores, ni siquiera es de buena marca, solo es un recuerdo de mi padre –dijo ella empezando a usar aquel tono de ruego que le había funcionado tantas otras veces.

–Pobrecita la niña, solo tiene un reloj de lata –el de las barbas parecía estar divirtiéndose.

–Oye Clayton, de pronto nos va a tener que pagar la tarifa de otra manera –dijo el de cabello rubio.




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