Ella se fue en silencio

Capítulo 2 - Una nota sobre la mesa

La nota seguía allí.
Sobre la mesa de madera clara, entre el cuenco vacío y una taza que aún guardaba la marca de sus labios, yacía el pequeño rectángulo de papel. Nadie lo había movido. Nadie había tenido el valor de tocarlo. Como si al hacerlo pudiera desatarse algo que ya no se podía contener.
Decía tan poco y, sin embargo, era todo.
“Olvidar es más fácil”.
Lo escribió con su caligrafía pausada, esa que siempre parecía tener cuidado de no molestar al papel. Ni siquiera puso punto final. Quizá para no encerrar la frase. Quizá porque ya no creía en los finales. Lo cierto es que fue lo único que dejó atrás. Una frase tan suave como una despedida pronunciada en un susurro, como si hubiera querido que el mundo la oyera sin interrumpir el silencio.
En los días que siguieron a su partida, muchos se acercaron a la casa con la esperanza de encontrar pistas, pero se detenían frente a esa nota como si algo en ella los hiciera retroceder. Era como una frontera entre el mundo que conocían y otro que no comprendían del todo. La nota no explicaba, no justificaba, no rogaba. Solo estaba ahí. Decía lo que necesitaba decir.
Un día, llegó una mujer con un pañuelo rojo en la cabeza y ojos que sabían demasiado. Dijo haber sido amiga de su infancia, aunque nadie la recordaba. Se sentó frente a la nota y la miró durante horas. Al marcharse, dijo simplemente: “Era valiente, no rota”. Nadie supo qué quiso decir.
La nota comenzó a adquirir vida propia. Algunos le atribuían significados ocultos, otros creían que era una especie de clave. Había quienes la copiaban en sus diarios, quienes la repetían en voz baja como un mantra. Pero nadie se atrevía a llevársela. Permanecía allí, sobre la mesa, como si aún perteneciera solo a ella.
A veces me pregunto si sabía lo que dejaría atrás. Si imaginó que esa frase quedaría suspendida entre tantos días, como un anzuelo lanzado en el agua quieta de los recuerdos. Yo la leí muchas veces, cada vez buscando algo nuevo en las mismas palabras. Cada vez que la releía, sentía que decía algo distinto.
No era tristeza, lo que dejaba entrever.
Era una especie de aceptación callada. Como quien ha comprendido que algunas batallas no deben pelearse, sino dejarse ir. Como quien ha aprendido a desaparecer sin dejar un vacío, sino una presencia diferente.
Y sin embargo, su ausencia llenaba la casa.
En las tardes, el sol se colaba por las ventanas de manera distinta. Los objetos adquirían un peso extraño. El reloj parecía atrasarse con suavidad, como si el tiempo no tuviera prisa por pasar. Las sombras eran más largas, pero no más oscuras. Todo en la casa parecía haberse reacomodado en torno a esa nota, como si fuera el nuevo centro de gravedad.
Un día, me atreví a escribir una respuesta.
No para ella, no con la esperanza de que volviera. Era más bien una conversación con su silencio. Escribí: “Recordar duele, pero quedarse duele más”. La dejé junto a su nota. No como réplica, sino como un eco. No esperaba que cambiara nada. Pero me sentí menos solo.
Los días siguieron su curso. El jardín florecía como si nada hubiera pasado. El viento barría las hojas con ternura. Y la nota seguía allí. Sin moverse. Sin arrugarse. Como si el tiempo la hubiera dejado fuera de su pacto.
Nunca imaginé que una frase pudiera contener tanto.
Y sin embargo, lo hacía. Cada vez que entraba en la sala, era lo primero que veía. Y cada vez, algo dentro de mí se detenía. No por tristeza. No por nostalgia. Sino por una especie de comprensión que no encontraba palabras para explicarse.
Ella se fue en silencio.
Pero su nota aún hablaba.




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