Ella se fue en silencio

Capítulo 3 - Caminos al sur

Nadie supo con certeza hacia dónde se dirigió.
Pero todos coincidieron en algo: si se fue, fue hacia el sur.
El sur tenía esa cualidad de los lugares imaginados. Un rincón entre campos y niebla, donde los días terminaban antes de tiempo y el aire sabía a sal. Era un territorio del que se hablaba más por intuición que por experiencia, como si fuera una idea antes que un lugar real.
Algunos decían haberla visto cruzar la estación justo antes del amanecer. Llevaba una bufanda gris y una bolsa pequeña colgada del hombro. Caminaba sin prisa, como si no huyera de nada, sino que simplemente avanzara. No compró billete, decían. Se subió a un vagón vacío y se fue. Nadie preguntó adónde.
Otros aseguraban que tomó el camino que bordea el río, ese sendero estrecho que se pierde entre los sauces. Allí donde la bruma baja temprano y los pájaros cantan con voz apagada. Decían que la vieron detenerse un instante, mirar hacia atrás, y seguir sin volver a hacerlo.
Yo no vi nada.
Pero soñé.
Soñé que ella caminaba por un campo abierto, descalza, con las manos vacías. Soñé que la lluvia caía suave y que la tierra no la mojaba. Soñé que el sur no era un sitio, sino un estado del alma. Una dirección que uno elige cuando decide no volver.
Con el tiempo, las versiones se multiplicaron.
Un hombre del puerto aseguró que la había visto en la desembocadura del río, sentada sobre una roca, con la mirada perdida en el horizonte. “No parecía triste”, dijo. “Parecía estar esperando algo”. Pero cuando se acercó, ella ya no estaba.
Una niña dibujó su silueta con tiza en el suelo de una plaza del sur. Dijo que había soñado con ella, y que en el sueño le regalaba una flor blanca y una frase que no recordaba. Los adultos sonrieron, como suelen hacerlo ante las cosas que no entienden.
Hubo quienes dudaron de que realmente se hubiera ido.
Decían que quizá se escondía en algún lugar cercano, observando desde lejos, cuidando sin dejarse ver. Que su desaparición era solo un gesto, una forma de limpiar el aire que respiraba. Pero los que la conocían sabían que no era así. No era un acto teatral. Era una decisión suave, inquebrantable.
El sur se volvió un símbolo.
Cada vez que alguien decía “quizá fue al sur”, no hablaba sólo de geografía. Hablaba de ese lugar donde uno puede dejar de ser lo que fue. Donde la memoria se suaviza y el tiempo ya no exige tanto. Un espacio sin relojes ni explicaciones. Donde olvidar no es negarse, sino descansar.
Yo comencé a escribir sobre ella.
No porque creyera tener respuestas. Sino porque necesitaba entender cómo alguien puede irse así, con tanta paz, sin dejar una fractura visible y, aun así, alterar la forma en que todo sigue. Escribía en los márgenes de mis cuadernos, en servilletas, en las esquinas de los libros. Escribía para no olvidar que se había ido.
Y a veces, cuando el sol se inclinaba como lo hacía en las tardes antiguas, cerraba los ojos y la imaginaba allí, en algún lugar del sur. Tal vez cerca del mar, tal vez en una casa pequeña con cortinas blancas y plantas en la ventana. Tal vez sin nombre, sin pasado, solo presente.
Una vez creí verla.
Fue en una playa lejana, en la hora en que los turistas duermen y solo quedan las gaviotas. Una figura solitaria caminaba por la orilla. Tenía su altura, su modo de andar. Pero cuando me acerqué, desapareció entre la neblina. No sentí tristeza. Sentí que, tal vez, el sur la había abrazado.
Y así, el sur se volvió también mi refugio.
No físico, no visible. Un sur interno. Un espacio dentro de mí donde guardo las cosas que no necesitan respuesta. Donde su nota vive aún, flotando como un pétalo sobre agua quieta. Donde ella existe no por lo que fue, sino por lo que eligió ser al marcharse.
Caminos al sur.
Quizás no conducen a un lugar.
Quizás son solo el eco de quien aprendió a irse en silencio.




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