Ella se fue en silencio

Capítulo 4 - Cartas sin fecha

El cuarto capítulo de nuestra historia se abre con un silencio distinto, uno que no es ausencia, sino espera. En la vieja biblioteca del narrador, al fondo de un armario sellado por años y el polvo del tiempo, aparece una caja de madera gastada, marcada con iniciales apenas legibles. Dentro, un manojo de cartas, ninguna con sello, ninguna con dirección. Cartas sin fecha.

Las palabras escritas en esas hojas, con tinta que aún no ha querido desaparecer, son los susurros de quien se fue. No son confesiones ni súplicas. Son pensamientos lanzados al abismo, palabras sueltas recogidas por la tinta y el papel. Cada carta es un pedazo de lo que fue su alma antes de irse en silencio.

La primera carta es una reflexión sobre la rutina. Habla de las mañanas que parecían iguales, del café que siempre supo a poco, del reloj que marcaba los días sin piedad. “Me fui porque cada día era un reflejo del anterior”, escribe con firmeza. “No se trataba de tristeza, sino de una sed por algo que no sabía nombrar.”

La segunda carta está escrita en un tono más suave. Habla de una playa que jamás visitó, de un mar que inventó en su mente. Describe las olas como si fueran lenguas antiguas, hablándole sin palabras. “Allí estaré”, dice. “Algún día. Si me buscas, empieza por los sueños que tuviste cerca del agua.”

En una tercera carta, sin firma, el papel tiembla entre los dedos del narrador. Las palabras están tachadas, corregidas, vueltas a escribir. Hay una frase que se repite, una especie de mantra: “El olvido no pesa tanto como la culpa.” Y es entonces cuando el narrador comprende que no todas las cartas fueron escritas para otros. Algunas fueron escritas para sí misma.

Los días pasan en esa lectura íntima. Cada carta es una ventana, una grieta por donde se cuela la luz. Y sin embargo, ninguna carta revela dónde está. No hay pistas físicas, solo emociones disueltas en frases sueltas. Pero hay paz. Como si leerla fuese escucharla respirar de nuevo.

El narrador decide no mostrar las cartas a nadie. Las guarda en un cajón que ya no se cierra del todo. Sabe que hay cosas que deben permanecer así: sin fecha, sin remitente, sin respuesta. Porque a veces, lo más humano que podemos hacer es leer sin esperar contestación.

Y cuando cierra la última hoja, escrita con una caligrafía temblorosa que apenas se sostiene, entiende que aquellas palabras no fueron escritas para regresar. Fueron escritas para soltar.

En la última línea, ella escribe solo una cosa:

“Si un día regreso, será por mí.”




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