Ella se fue en silencio

Capítulo 6 - El verano que no volvió

Hubo un verano que no regresó.
Se evaporó como una canción olvidada en el tocadiscos de una casa vacía. Como un suspiro que alguien exhaló antes de terminar la frase.
Ese verano fue el último que se la vio caminar descalza por el malecón, recogiendo piedritas como si en cada una pudiera caber la tristeza del mundo. O el mapa de un lugar que sólo ella conocía.

Las estaciones se sucedieron como siempre, puntuales y obedientes. Pero algo en el tiempo pareció haber cambiado.
Ese año, el verano no tuvo ni el mismo calor ni la misma risa. Las cigarras cantaron, sí, pero con una nota más lenta, como si recordaran.

La casa seguía allí. Imperturbable, algo polvorienta, pero todavía digna. Las flores del jardín crecieron sin nombre, porque nadie volvió a pronunciar los suyos. El limonero floreció sin que nadie tomara limonada bajo su sombra.
Las sillas del porche crujían solas en las tardes ventosas. A veces, alguien pasaba por allí y decía:

—Parece que estuviera a punto de salir con un libro en las manos.

Pero no salía nadie.
Solo ese recuerdo persistente de una figura que una vez se sentó allí, con el rostro vuelto hacia el sol, como si el mundo aún no hubiera dolido.

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Él fue quien guardó el último vestido que ella dejó.
Lo dobló cuidadosamente, sin saber por qué. Tal vez porque las cosas más pequeñas son las que más pesan después.
El vestido aún conservaba un leve aroma a sal y jazmín. Nadie volvió a tocarlo.

Los días siguieron su curso. Las calles se encendían al atardecer con ese resplandor dorado que solo tienen los pueblos junto al mar.
Pero ese verano... ese verano se negó a ser recordado con plenitud. Como si el calor se hubiese llevado con él una parte del alma del lugar.

La gente aprendió a hablar de ella sin bajar la voz.
Decían su nombre con suavidad, como si nombrarla no fuera una pérdida, sino una forma de tenerla cerca.
Pero todos sabían, sin decirlo, que había un año en el calendario que se había quedado huérfano.
Uno que no volvería, porque ella se lo había llevado consigo.

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Los niños que antes jugaban en su calle crecieron. Algunos partieron. Otros olvidaron.
Pero cada tanto, alguien dejaba una flor en la reja de su casa. No porque muriera —porque no murió—, sino porque en su partida silenciosa había algo del gesto final, del adiós más profundo.

Fue una desaparición sin drama, pero no sin peso.

El verano que no volvió dejó cicatrices invisibles en los tejados.
En los trapos tendidos al sol.
En las cartas sin respuesta.
En las canciones que ya no sonaban en la vieja radio de la cocina.

Años después, cuando alguien preguntaba qué había pasado con ella, las respuestas eran vagas, poéticas, a veces contradictorias.
—Se fue porque el mundo le dolía.
—No. Se fue porque estaba bien y eso le asustó.
—O tal vez solo buscaba silencio. Uno que aquí no encontraba.

Y todos tenían razón.
Y todos estaban equivocados.

Porque nadie puede saber lo que ocurre dentro de alguien que no hace ruido al irse.
Que no grita, que no escribe despedidas largas ni deja claves ocultas en los libros.
Solo una nota breve.
Una frase que resiste al tiempo como un mantra de rendición:
"Olvidar es más fácil."

Y entonces el verano no volvió.
Pero tampoco se fue del todo.
Se quedó atrapado en las cosas pequeñas.
En la brisa que movía el columpio.
En las ventanas abiertas durante las siestas.
En las conversaciones interrumpidas.
En las promesas que ya nadie se atrevía a hacer.

Porque a veces, lo que no regresa no se pierde.
Solo cambia de forma.
Y habita, calladamente, en el eco de todo lo que no se dice.




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