Ella se fue en silencio

Capítulo 7 - Una vez en la costa

Una vez, en la costa, alguien dijo haberla visto.
No fue una certeza. No hubo fotografía, ni confirmación, ni relato fiable. Solo una sensación.
Una figura recortada contra el horizonte, como si el mar la hubiese devuelto brevemente para probar que los fantasmas no siempre se esconden en casas viejas, sino en playas donde nadie los busca.

Era una tarde húmeda, de esas que huelen a sal y a memoria. El sol descendía como si se disculpara por haber brillado tanto.
El viento arrastraba el murmullo de las olas con una suavidad tan persistente que parecía querer borrar los pasos de todos.

El testigo era un pescador viejo. Uno de esos hombres sin prisa, con el rostro arrugado por el sol y los años, con palabras que valen por su escasez.
La vio desde lejos, dijo.
Una mujer sola, de pie sobre una roca, con los brazos colgando como si no esperara nada, como si todo ya hubiera sucedido.

—No era de aquí —dijo él—, pero algo en ella me resultó familiar. No sé si era su forma de mirar el mar o la manera en que no se movía.

No preguntó su nombre. Tampoco se acercó.
Porque hay presencias que uno no quiere romper.
Y porque a veces el silencio pesa más que cualquier conversación.

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Quizá fue ella.
O quizá fue solo el deseo de que aún existiera en alguna parte lo que provocó aquella visión.

Pero la costa guarda secretos de forma caprichosa. No todos los testimonios resisten al tiempo.
El mar cambia la forma de la arena cada día. Lo que una tarde fue visible, al amanecer ya está cubierto.
Y así fue con su rastro.

Algunos días, él vuelve a ese lugar.
Se sienta cerca de la roca, en silencio. No pesca. No fuma.
Solo espera.

Tal vez espera volver a verla.
Tal vez no espera nada.
Solo se sienta allí, donde el mar parece decir lo que nadie más se atreve a pronunciar.

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La costa está llena de ausencias.
De objetos arrastrados por la marea, de promesas escritas en conchas que se rompen al segundo paso.
De botellas vacías sin mensaje.

Ella caminó por esa costa.
No hay duda de ello.
Lo saben las gaviotas, que cambiaron de vuelo ese día.
Lo supieron las algas, que quedaron enredadas como si algo más que el agua las hubiese revuelto.
Y lo supo el mar.

Porque el mar no olvida.
Puede parecer indiferente, pero todo lo guarda: lágrimas, suspiros, secretos.
Y ella, con sus pasos sin huella, le confió su historia.

Una historia sin ruido.
Sin quejas.
Sin escándalos.
Como quien entrega un sueño antiguo al océano para que lo diluya.

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A veces, cuando llueve en la costa, hay quienes aseguran que la han visto de nuevo.
Una sombra, una silueta, un reflejo.
Nunca un rostro.

Y siempre —siempre— el mismo detalle:
una quietud tan profunda que no puede ser de este mundo.

Hay algo en esos relatos que se parece a la esperanza.
Pero también hay algo que sabe a resignación.
Porque aunque el corazón quiera creer, también aprende a aceptar que hay presencias que no regresan.
Solo nos rozan una vez más, como una ola que nos alcanza los pies para recordarnos que alguna vez nos mojamos enteros.

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Ella estuvo allí.
Una vez.
En la costa.
Con el mar delante.
Con el pasado a cuestas.
Y con una nota escondida en el bolsillo que aún decía, como un eco que no se desgasta:
"Olvidar es más fácil."

Y se fue antes de que alguien pudiera volver a nombrarla.
Sin decir adiós.
Sin emitir ningún sonido.
Como si la costa fuera solo un descanso en su camino hacia ningún lugar.

O hacia la paz.




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