Ella se fue en silencio

Capítulo 10 - El mar hablaba

El mar no grita.
No golpea.
No exige.
El mar habla.

Y esa mañana, su voz era calma, como una conversación que solo los que han perdido algo entienden.

Ella estaba sentada en la orilla.
No como quien espera algo, sino como quien escucha.
Sus pies apenas rozaban la espuma.
El vestido blanco se empapaba lento, sin que eso le importara.
El viento le despeinaba el cabello y le dejaba sal en las mejillas.

Estaba sola.
Pero no parecía solitaria.

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Había regresado al lugar que alguien dijo haberla visto años atrás.
La desembocadura del río, donde el agua dulce se rinde ante la sal.
Ese espacio entre dos mundos.

Y allí estaba.
Mirando el horizonte.
Como si desde allí pudiera ver algo que el resto de nosotros no.

Yo me acerqué sin hacer ruido.
No por miedo a asustarla, sino porque ese momento le pertenecía.

Ella no giró la cabeza.
Solo habló:

—Siempre quise oír cómo suena el mar cuando no se le tiene miedo.

Me senté a su lado.
Sin palabras.
Sin preguntas.
Ella cerró los ojos.

—Antes creía que el mar era un monstruo. —dijo en voz baja—. Inmenso, hambriento, impredecible.
Pero luego me di cuenta de que solo decía verdades.
Y que duele cuando uno no quiere oírlas.

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El sol estaba alto.
Las nubes pasaban lentas, como pensamientos que no encuentran forma.

—Cuando me fui, no lo hice para desaparecer.
—Lo hiciste para sobrevivir. —le dije.

Asintió.
Sus ojos seguían cerrados.
Parecía recordar algo no con nostalgia, sino con ternura.

—Me fui porque nadie escuchaba mi silencio.
Solo prestaban atención a mis risas.
Mis logros.
Mis “estoy bien”.
Y yo... no podía seguir sosteniendo esa mentira.

La miré.
No había rencor en su voz.
Tampoco tristeza.
Solo verdad.
Como la del mar.

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Sacó algo del bolsillo.
Una concha pequeña.
Rota en la punta.
La sostuvo en la palma.

—Esto fue lo único que traje conmigo.
—¿Por qué?
—Porque está rota... y aún canta.

Me la ofreció.
La tomé sin entender del todo.
Pero la guardé con cuidado.

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Pasamos horas allí.
Sin tiempo.
Sin urgencia.

Me contó del sur.
De los días sin nombres.
De las personas que no preguntan nada, solo comparten el pan.
De las noches junto a fogatas donde nadie juzga el silencio ajeno.

—Aprendí a estar sola.
Pero también aprendí a no tener miedo de volver.

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Antes de que el sol cayera, se levantó.

—No vine para quedarme.
Solo quería escucharte una vez más.
Y saber que aún guardas mis cartas.
Que no me odiaste por irme.

La abracé.
No fuerte.
Solo con la suavidad de quien ya no necesita retener a nadie.

—Nunca te odié.
Te entendí… demasiado tarde.

Ella sonrió.
Era otra.
Y, sin embargo, era la misma.

---

Cuando se alejó por la playa, no sentí tristeza.
Ni abandono.
Ni siquiera pérdida.

Porque esa vez, el mar no se la llevaba.
Ella se entregaba al mar.
Con decisión.
Con serenidad.

Y desde entonces lo supe:

No todos los que se van, huyen.
Algunos solo siguen su voz interior hasta donde las olas susurran cosas que en la ciudad nadie se detiene a oír.

Y ese día, por primera vez, el mar me habló a mí también.




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