Ella se fue en silencio

Capítulo 12 - La lluvia que no moja

Ese día llovió con un ritmo diferente.
No eran gotas las que caían: era un susurro.
Un murmullo del cielo que no quería asustar, sino acariciar.

Desde la ventana, el jardín parecía flotar entre la bruma.
Las hojas brillaban con esa humedad tibia que no incomoda, sino que reconcilia.
Y por un momento, pensé que la lluvia —como ella— había aprendido a llegar sin perturbar nada.

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Salí sin paraguas.
Quería sentir el agua sin peso.
Dejar que me empapara de esa extraña forma: sin mojarme por fuera, pero calándome por dentro.

Y entonces la vi.
No ella, no su figura.
Pero su presencia, diluida en el aire.
En la forma en que una flor cerraba sus pétalos.
En la manera en que el viento evitaba empujar la puerta.
En el olor a tierra que parecía nuevo, aunque fuera el mismo de siempre.

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La lluvia no tenía origen.
No venía de las nubes.
Venía del recuerdo.
De los lugares que ella tocó, de las palabras que dejó sin pronunciar, de las veces que calló por amor.

Y pensé que tal vez eso somos todos al final:
Una lluvia que no moja, pero que deja huella.
Un eco que no retumba, pero que enseña a escuchar distinto.
Un silencio que no asusta, sino que consuela.

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Me senté en la banca del jardín.
Allí solía leer, escribir o simplemente mirar.
Me pregunté cuántas veces habría contemplado el mundo sin esperar nada de él.
Solo aceptándolo.

A veces creo que no se fue del todo.
Se volvió paisaje.
Forma.
Ritmo.
Una parte del mundo que no necesita explicación.

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En el tronco del árbol más antiguo había una inscripción que no recordaba haber visto antes.
Solo tres palabras, grabadas con suavidad:

“No lo olvides.”

No decía qué.
No decía a quién.
Solo no lo olvides.
Y comprendí que eso bastaba.

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La lluvia siguió cayendo.
Y por primera vez, en mucho tiempo, sentí que no había nada que lamentar.
Porque ella no fue pérdida.
Fue lección.
No fue ausencia.
Fue forma de mirar.

Y en su silencio, dejó ese legado:
la capacidad de sentir sin ruido,
de amar sin ataduras,
de estar sin ocupar lugar.

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Volví a entrar cuando ya la tarde se había rendido.
El cielo tenía el color exacto de sus ojos cuando callaba.
Ese gris claro que no asusta, pero tampoco promete.

Cerré la ventana, sin bloquear el sonido de la lluvia.
Y pensé:

"Tal vez no era ella la que debía volver.
Tal vez era yo quien necesitaba encontrarla en lo que quedó.
En lo que permanece."

Y así la lluvia cesó.
No porque dejara de caer,
sino porque aprendí a escucharla sin miedo.

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