Ella se fue en silencio

Capítulo 13 - El último café frío

Había una taza olvidada sobre la mesa.
El café estaba frío.
No porque alguien lo hubiera dejado a propósito, sino porque a veces la vida se interrumpe sin previo aviso, y lo cotidiano queda suspendido como una respiración contenida.

Ese café llevaba días allí.
Quizá semanas.
Nadie lo movía.
Nadie lo tiraba.
Como si su presencia fuese necesaria para sostener algo que las palabras no sabían explicar.

Era su taza favorita.
Blanca, simple, con una línea azul en el borde, como un horizonte muy tenue.
La había comprado en una feria de pueblo, cuando el verano aún era promesa y no recuerdo.

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Yo me senté frente a ella, como solía hacer.
La casa estaba en silencio.
No de esos silencios que duelen, sino de los que acompañan.

Miré la taza y la imaginé a ella.
No como un fantasma, no como sombra.
Como presencia.

De esas que no necesitan cuerpo ni voz para hacerse sentir.
Porque hay personas que, incluso cuando no están, siguen habitando los rincones como si nunca se hubieran ido del todo.

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Recordé sus mañanas lentas.
Cómo se envolvía en su suéter gris, caminando descalza por la cocina.
Ponía música, pero a volumen bajo.
Una melodía apenas audible, como si no quisiera molestar ni siquiera al aire.

Tomaba el café a sorbos cortos.
Miraba por la ventana, sin buscar nada en particular.
Solo estar.

Y ahora, esa taza seguía allí.
Como testigo.
Como ancla.

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No la levanté.
Tampoco la lavé.
La dejé intacta, como estaba.
No por apego, sino por respeto.

Porque en esa taza había más que líquido.
Había memoria.
Rutina.
Ternura callada.

El café frío no olía ya a café.
Olía a ella.
A su forma de irse sin ruido.
A su manera de decir adiós sin despedirse.

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Pensé en todas las cosas que no le dije.
En las preguntas que nunca hice por miedo a que no tuviera respuesta.
Y en las respuestas que ella dio sin que nadie preguntara.

Porque ella hablaba distinto.
Con gestos.
Con pausas.
Con esa capacidad única de hacerte sentir que el mundo, por un instante, podía ser sencillo.

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Ese día entendí que no volvería.
No como antes.
No como esperaba.

Pero también entendí que eso estaba bien.
Que hay despedidas que no son dolorosas, sino necesarias.
Como una estación que no regresa, pero deja su aroma flotando en el aire.

El último café frío no era el final.
Era un puente.

Una señal de que a veces lo que queda, basta.
Una taza.
Un recuerdo.
Una paz suave que se posa donde antes habitó la angustia.

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Esa noche, antes de apagar las luces, toqué la taza una vez más.
No para moverla.
Solo para sentirla.
Y en ese toque, comprendí que ella me había enseñado algo más importante que quedarse:

Me enseñó a soltar.

No con rabia.
No con tristeza.
Sino con amor.

El tipo de amor que deja la puerta entreabierta, por si un día alguien regresa…
aunque ya no necesite hacerlo.

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