Era mi primera Nochebuena en España, salí a la terraza y empecé a observar el mar y como el cielo de atrás se oscurecía.
No llevaba ni un mes en mi nueva casa, pero ya habría podido contar muchas cosas desde mi llegada.
Había empezado un curso de castellano, ya tenía un nivel bastante bueno, pero quería mejorarlo, así me apunté a un B1; después de la primera clase el profesor quiso hablar conmigo, él mismo me sugirió cambiar de clase y pasarme directamente al B2; en aquel momento me sentí halagada, no pensaba conocer tan bien el idioma español.
Cuando no tenía clase paseaba con mi perrita por el pueblecito, vivía a unos quince kilómetros de Valencia Capital y a unos cinco minutos andando de la playa, era una zona muy veraniega, pero para vivir todo el año parecía genial.
Aprendí a donde llevaban todas las calles y ya había conocido a fondo todos los pasillos del supermercado y ya no tardaba una hora buscando los ingredientes para hacer una lasaña.
Me pareció impresionante que ya era diciembre, pero aún paseaba por la playa solo con la sudadera y un par de pantalones de otoño; hablaba con mis tías y me contaban que allí había nevado.
-Aquí no pienso nevará ni este año, ni el próximo - le dije en una videollamada; la verdad que adoraba la nieve, pero aún más poder ir a la playa y dar un paseo sin morirme de frío.
Por suerte nuestros objetos llegaron antes de Navidad y pude hacer el árbol con sus bolitas y poner luces por toda la casa.
Aquella noche pensaba que cuando era pequeña siempre tenía algo que pedir a Papá Noel, que era un juego o un reno, sí, cada año pedía un ciervo navideño hablante y puntualmente en cada navidad no llegaba.
Aquel año, en mi nueva casa, en mi nuevo pueblo, sin conocer a nadie y sola con mi madre y Cami, sentía que no tenía nada que pedir, ya tenía todo lo que deseaba y estaba en el lugar de mis sueños. Aquella noche no hacía falta que Papá Noel pasase por mi casa.
-Buenos días, feliz Navidad, cariño - me saludó mi madre cuando me desperté.
-Buenos días y feliz Navidad.
Salí al balcón y había un sol maravilloso, parecía un día de primavera.
-¿Has olido?
-Sí, mamá, el olor a brisa marina - era mi esencia favorita. -¿Te apetece luego dar una vuelta?
-Sí, claro, hoy comemos las sobras de ayer, ¿no?
-Sí, claro - contesté.
Teníamos la costumbre de preparar para Nochebuena una mesa llena de tapitas en grandes cantidades y el resto para el día de Navidad.
Después de haber comido, cogimos la perra y fuimos a la playa.
Me quité las zapatillas y calcetines, la arena era fresquita, pero muy suave; me acerqué a la orilla y las olas estaban muy tranquilas, el mar estaba calmo y silencioso; me aproximé al agua y una ola me cubrió los pies: era fría, pero acogedora.
Nos bañamos hasta las rodillas juntos con Cami y sucesivamente dimos una vuelta por el pequeño puerto que se encontraba en la zona Playa Norte. Había barcos de cualquier tipo: de pesca, lancha rápida, motos de agua y pequeños yachts.
Yo y mi madre estuvimos eligiendo uno para cuando hubiéramos hecho bastante dinero para comprarlo.
-Este me parece pequeño- dijo mirando un yacht.
Me puse a reír, pensando que igual, alguien, lo pensaba de verdad.
El atardecer se estaba presentando con un anaranjado vivo.
La infinidad del mar se estaba oscureciendo y en aquel momento, en un atardecer así, una lágrima me cayó de la mejilla.
Miré al cielo y dije: “Abuelo, lo conseguí. “