La luz del sol comenzaba a colarse entre los edificios, dibujando líneas doradas sobre los techos.
En un departamento pequeño y ordenado, Elliot Gardner despertó con la pesadez habitual.
No había alarma, solo el rumor distante de la ciudad y el crujido leve del piso bajo sus pies.
Se sentó en el borde de la cama y se frotó los ojos. Otro día, otra mañana sin sobresaltos.
El videoclub lo esperaba, como siempre, con su rutina intacta y su polvo suspendido en el aire.
El silencio del lugar era casi amable.
Los pósters de películas colgados en la pared parecían observarlo, viejos compañeros en una vida sin argumento.
Caminó hasta la mesa. Sirvió café.
El vapor ascendía lento, como si también le costara despertar.
«Toda película tiene un comienzo», pensó. «El mío siempre es el mismo: café tibio, una persiana rota y el silencio perfecto.»
Le dio un sorbo, sin prisa. La mirada se detuvo en un viejo proyector sobre una silla.
El metal estaba cubierto de una capa delgada de polvo, como si el tiempo hubiera decidido quedarse ahí.
«Algún día debería arreglarlo.»
El pensamiento se perdió rápido, como si ni siquiera él creyera en su promesa.
Terminó el café de un trago.
Guardó su celular sin mirar la pantalla: no había mensajes, ni llamadas, ni nadie del otro lado esperando respuesta.
Antes de salir, recorrió el departamento con la vista.
Cada cosa estaba en su sitio, cada sombra en su forma exacta.
«Un tipo sencillo…» murmuró para sí, con una media sonrisa cansada.
Giró la perilla.
La puerta se cerró detrás de él con un sonido hueco.
Y el silencio volvió a ocupar su lugar.
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El sol le daba de lleno en el rostro mientras caminaba hacia el trabajo.
La ciudad despertaba con su ruido habitual: bocinas, pasos, conversaciones que se perdían en el aire.
Elliot avanzaba entre la multitud como un espectador dentro de su propia película.
«La gente camina sin saber que está siendo filmada… algunos días quisiera gritar ‘¡Acción!’ solo para ver si algo cambia.»
Subió al autobús y se sentó junto a la ventana.
El reflejo del vidrio lo partía en dos: un rostro real y otro transparente, casi ficticio.
Mientras el vehículo avanzaba, el pensamiento volvió a ocupar su lugar de siempre.
«¿Qué será de ella? La chica del videoclub… ¿volveré a verla?»
El autobús frenó de golpe ante un semáforo rojo.
La calle se llenó de cuerpos moviéndose sin pausa, sombras que cruzaban la luz.
Y entre ellas, por un instante, creyó verla.
«Eres… tú?»
El corazón le dio un salto breve, tonto.
Se inclinó, buscó entre la multitud. Pero no.
Solo una coincidencia. Un rostro parecido. Una ilusión barata.
«Qué carajos… la confundí.»
El autobús volvió a moverse. Elliot suspiró, giró el rostro hacia el paisaje urbano que pasaba como un rollo de película vieja.
Bajó en su parada habitual. Caminó unos metros, hasta la esquina donde una pequeña cafetería abría sus puertas cada mañana.
Nunca entraba, pero siempre la miraba de reojo, como quien observa una escena que aún no le pertenece.
«Si ella estuviera conmigo… tomaríamos un café ahí.»
Sonrió apenas.
«Sería una escena simple, pero perfecta. Aunque la cámara no podría resistir su sonrisa, se perdería en ella.»
El pensamiento se disolvió en el aire tibio de la mañana.
Elliot siguió caminando, como si su vida entera fuera una toma que aún no encontraba su enfoque.
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El videoclub estaba envuelto en esa luz mortecina de la tarde, medio amarilla, medio triste.
Elliot Gardner ordenaba unas cajas junto a Javier Holden. El polvo se levantaba con cada golpe, flotando en el aire como una escena detenida.
—Estas cajas pesan más que una mala película —bromeó Javier, secándose el sudor con un trapo.
Elliot sonrió sin ganas.
—Sabes, salí con una chica anoche —continuó Javier—. Nada del otro mundo, pero... algo es algo, ¿no?
Elliot asintió. No tenía fuerzas para fingir interés.
«Hasta los más ingenuos consiguen una cita…» se dijo, con un dejo de amargura.
—¿Qué pasa, Gardner? ¿Te comieron la lengua? —dijo Javier, riendo.
Antes de responder, la campanita del local sonó.
El sonido lo atravesó como un reflejo. Levantó la mirada.
Era ella.
Entró con una naturalidad que parecía ensayada. La luz del exterior la acompañó por un segundo antes de que la puerta se cerrara.
Elliot se quedó quieto, observando cómo caminaba hacia el mostrador.
Su voz, su forma de inclinar la cabeza al hablar con el encargado, la manera ligera en que se tocaba el cabello. Todo parecía perfectamente calculado para hechizarlo.
«Esa manera de ser… tan suelta, tan encantadora. Su voz, su calma, todo en ella.»
Javier lo miró y sonrió con malicia.
—La estás mirando mucho, Gardner. Está bonita, ¿por qué no le hablas?
Elliot lo miró, como si lo despertara de un sueño.
—No. Aún no.
—¿Aún no? —se burló Javier—. Si no lo haces, no la volverás a ver.
Elliot bajó la mirada, fingiendo seguir con su trabajo.
«Eso es lo que tú crees, Javier.»
Ella terminó, se despidió con una sonrisa amable y se marchó.
La puerta volvió a sonar.
Elliot sintió que el silencio del videoclub se hacía más denso, como si ella se hubiera llevado el aire con su partida.
Caminó hacia la mesa del encargado.
Sus manos parecían moverse por sí solas.
«Solo necesito verla una vez más. Solo eso.»
Abrió discretamente el cajón del escritorio.
Papeles, llaves, formularios sin importancia.
Hasta que lo vio: Lista de clientes.
El corazón se le aceleró.
Deslizó el dedo por los nombres hasta detenerse en uno.
Luz Fischer.
El sonido interno del nombre le resultó hipnótico. Sintió que la tinta misma ardía sobre el papel.
Lo dijo en voz baja, casi reverente:
—Luz Fischer…