Los últimos rayos del sol atravesaban la persiana rota del departamento, tiñendo el aire de un naranja sucio.
El polvo flotaba como ceniza suspendida.
Elliot estaba recostado en la cama, la laptop apoyada sobre su pecho y el celular en la mano.
En el silencio, solo se escuchaba el zumbido tenue del ventilador.
«El amor en los tiempos modernos tiene nombre de usuario y contraseña.»
Movió el dedo sobre el touchpad, lento, casi ritual.
Abrió la red social. El cursor parpadeaba, insistente, en la barra de búsqueda.
Click.
Miró el nombre escrito en la pantalla del celular.
Luz Fischer.
Lo escribió con cuidado, como si deletrear ese nombre tuviera un poder extraño.
—Luz Fischer… —susurró.
Presionó “buscar”.
Decenas de perfiles aparecieron, rostros desconocidos, vidas ajenas.
Hasta que la vio.
La foto de perfil era simple: ella sonriendo, el cabello suelto, la luz natural sobre su rostro.
Pero bastó. Era ella, era Luz.
Entró al perfil. Público y abierto.
«Esta es la parte de investigación del director, aprendiendo el background de su actriz antes de empezar a rodar...»
Deslizó la pantalla con calma, como si estuviera rebobinando una película.
Fotos con amigas, risas, post de voley.
Una vida ordenada, normal. Demasiado normal.
«Pareces salida de una película de Fincher… perfecta, inquietante, imposible de soltar.»
Abrió los perfiles de las amigas:
Avril Russell. Juliana Santos. Diana Ford.
Las observó una a una, en silencio, como si estudiara personajes secundarios.
«Su círculo es pequeño… confiable. No pareces rodearte de peligro.»
Volvió a su perfil.
Una foto en la cancha de voley captó su atención.
Uniformes, sonrisas, el logo visible.
Hizo zoom.
Leyó el nombre bordado: Club Fontey.
«El azar no existe. Las pistas aparecen cuando la historia lo exige.»
Abrió la página del club.
Buscó la dirección, los horarios, los entrenamientos.
Y ahí estaba.
Entrenamiento femenino – 19:00 hs.
Elliot miró el reloj en su muñeca.
Sonrió apenas, sin emoción.
«Es curioso… el destino nunca deja lugar al descanso.»
Cerró la laptop.
La pantalla se apagó con un destello azul que reflejó su rostro unos segundos más.
Por un instante, su expresión pareció la de un hombre feliz.
Pero en el brillo oscuro del monitor apagado, había algo más: una promesa silenciosa.
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El cielo estaba cubierto, como si alguien hubiera bajado la exposición del mundo.
Las luces del estacionamiento parpadeaban con un tono frío, azul acero.
En el silencio, el eco seco de una pelota rebotando contra el piso.
Elliot Gardner permanecía fuera del predio del Club Fontey, capucha puesta, apoyado contra una reja oxidada. El olor a metal le penetraba la nariz.
No se movía.
Sabía que no debía estar ahí, pero el amor siempre justifica la locura... o eso se dice en las películas.
Parecía un espectador esperando que empiece su película.
«Las historias de amor siempre tienen un primer acto… el mío empezó detrás de una valla oxidada.»
Sus ojos siguieron el movimiento de ella: Luz Fischer.
Entrenando, riendo, lanzando la pelota con una energía que no parecía de este mundo.
«Con esa forma de jugar… seguro les gana a todos.»
El viento agitaba su cabello y el silbato del entrenador sonaba como un metrónomo lejano.
Elliot no veía una práctica: veía una escena perfecta.
Una composición que solo él parecía entender.
«En la pantalla de mi cabeza, la música suena distinta. Ella no me ve, pero igual está actuando para mí.»
El tiempo se estiró.
Las risas de Luz con sus amigas se volvían una banda sonora tenue, íntima.
Elliot suspiró, imaginando los créditos de una vida que aún no existía: caminando juntos, el café de las mañanas, los entrenamientos compartidos, las miradas robadas entre risas.
Entonces, Luz giró.
Por un segundo, su rostro se cruzó con el de él.
Su corazón se aceleró.
¿Sonreía?
¿Lo había visto realmente?
¿O era solo la proyección de su deseo reflejada en la distancia?
Ella se agachó, recogió la pelota y siguió jugando.
El mundo volvió a moverse.
Elliot bajó la mirada, una mueca casi infantil deformándole el rostro.
«A veces la realidad corta las mejores escenas.»
Se enderezó, ajustó la capucha, dio unos pasos hacia atrás sin perderla de vista.
El sonido de la pelota siguió marcando el ritmo de su retirada.
«Mañana volveré. Los grandes amores necesitan constancia.»
La cámara podría seguirlo desde atrás mientras se aleja, con el ruido del viento cubriendo sus pensamientos, y esa sensación de que nadie más —ni siquiera él— comprende del todo lo que acaba de empezar.