El videoclub estaba más vivo de lo habitual.
Risas dispersas, pasos, el sonido suave de cajas abriéndose y cerrándose.
Las luces blancas parpadeaban sobre los estantes repletos de carátulas que ya nadie miraba.
Elliot estaba en el mostrador, delantal gris, brazos apoyados sobre la madera gastada.
El polvo flotaba en el aire como una bruma dorada.
Ya no era melancolía: era humo de proyector, cubriendo las partes que no quería ver.
Sobre el mostrador, su teléfono descansaba como una bomba silenciosa.
El reflejo de la pantalla le dibujaba sombras en el rostro.
«El guion tiene un error de continuidad. Un personaje sin nombre, sin créditos. Un fantasma en mi película. ¿Cómo se supone que dirija si no sé quién es el extra del coche? No puedes vencer lo que no puedes nombrar.»
Sus dedos se movían rápidos, casi con ansiedad. Entró al perfil de Luz.
Reviso historias, fotos, etiquetas... nada.
Solo su sonrisa, sus amigas, su vida perfectamente editada para el público.
«Nada. Ni una pista. Ni una sombra de ese tipo.
Ni una maldita mención.»
Elliot sintió una presión en el pecho.
Cambiaba de perfil compulsivamente: Avril, Juliana, incluso Diana.
Todo igual: vacío, silencio digital.
Dejó caer el teléfono sobre el mostrador y exhaló con fuerza.
La frustración le hervía bajo la piel.
Caminó entre los pasillos del videoclub, con pasos lentos pero tensos, como un actor buscando la marca en el suelo.
«Ese tipo podría ser su novio. O un extraño. Pero lo miró con ternura. Y eso… eso es peor que cualquier certeza.»
Se detuvo frente a un estante.
Sus dedos rozaron las cajas, una por una, hasta que se detuvieron en The Truman Show.
La sostuvo en la mano, miró la portada.
Una sonrisa congelada, una vida vigilada.
Sintió una punzada, algo entre la envidia y la ironía.
«Truman tiene su historia escrita, cada gesto controlado. Yo, en cambio, estoy atrapado en un guion que se resiste a obedecerme.»
Golpeó el borde de la estantería.
—¡Corten! —murmuró entre dientes—. ¡Maldita sea, corten!
El sonido rebotó entre las paredes del local.
Unos segundos después, una cabeza se asomó desde el pasillo.
—¿Todo bien, hermano? —preguntó Javier, con tono distraído.
Elliot se volteó, rápido.
Sonrisa ensayada, mirada neutra.
—Sí, sí… solo se me cayó algo. —respondió con calma.
Javier asintió y siguió su camino.
Elliot guardó el teléfono en el bolsillo.
Miró alrededor.
El videoclub volvió a parecer lo que siempre fue: un decorado tranquilo.
Pero en su cabeza, el rodaje no se detenía.
Y la próxima escena ya tenía locación: el entrenamiento de vóley.
«A veces, la vida no te da respuestas.
Así que hay que escribirlas uno mismo.»
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El reloj marcaba las ocho en punto.
La ciudad se desangraba en luces frías y motores cansados.
Elliot caminaba sin apuro, con las manos en los bolsillos y una idea fija latiéndole detrás de los ojos.
El Club Fontey quedaba a unas cuadras.
Sabía que era día de entrenamiento.
Y Luz Fischer no era de faltar.
Al llegar, el sonido de una pelota rebotando lo recibió como un pulso.
Detrás de la reja oxidada, el playón brillaba bajo las luces de sodio.
Las chicas calentaban, reían, el aire olía a caucho y transpiración.
Y ahí estaba ella.
Canilleras puestas, cabello recogido, mirada intensa. Elliot la encontró con facilidad.
Siempre podía hacerlo.
«Sabía que no ibas a faltar, Luz. Eres tan… confiable. Tan predecible. Como una escena que nunca decepciona.»
Se apoyó en la reja.
El metal frío le mordió las manos.
Era una barrera simbólica, un marco de encuadre.
Ya no era un espectador.
Era un director de fotografía filmando sin permiso.
Metió la mano en el bolsillo, sacó una gorra, se la colocó. Luego sacó el celular, su cámara de vigilancia.
Apuntó hacia el playón.
El lente tembló apenas por su pulso, y presionó “grabar”.
«Esto no es ilegal, es documentación. Estoy filmando el ‘detras de camaras' de una vida que será mía.»
Luz saltaba, golpeaba, servía.
Cada movimiento era una toma precisa, casi coreográfica. Cada respiración, una repetición hacia la perfección.
Ella se movía demasiado rápido. La cámara tambaleaba, como si no pudiera sostener tanta belleza.
Elliot hacía zoom.
El resto del mundo era ruido.
Solo ella debía permanecer en foco.
El silbato del entrenador cortó el aire.
El entrenamiento terminó.
Las chicas se reunieron, charlaron, empezaron a salir del predio.
Elliot bajó lentamente la cámara, pero no la mirada.
Se acomodó la gorra, fingiendo indiferencia.
La vio pasar a pocos metros.
Su cabello húmedo brillaba bajo las luces.
Parecía una actriz recién salida del set.
«Perfecta. Hasta el cansancio te queda bien.»
Entonces, algo interrumpió la escena. Una figura masculina apareció.
El tipo del coche.
Sin coche esta vez, pero con el mismo papel equivocado.
Luz lo abrazó.
Elliot sintió un tirón en el estómago.
Apretó la mandíbula hasta escuchar su propio eco.
El abrazo no fue ternura. Fue una traición al guion.
«No. No puede ser. El extra no puede volver a escena. Esto no estaba escrito así.»
Los observó de reojo mientras se alejaban, la sombra de ambos disolviéndose.
«Todo se está yendo al demonio.»
Elliot guardó el teléfono, respiró hondo.
El aire le sabía a óxido y derrota.
«Pero toda película necesita un conflicto.
Y el mío acaba de empezar.»
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La noche ya había caído.
El aire tenía ese silencio denso que solo existe entre luces que parpadean.
Elliot había seguido a Luz.
Y al tipo.
El parque dormía bajo la iluminación blanca y cansada de un farol solitario.