La noche tenía el brillo húmedo del asfalto recién lavado.
Elliot seguía los pasos de Luz Fischer a una distancia prudente, como si la sombra de ella marcara el ritmo exacto de su respiración.
El aire estaba frío.
Los faroles, altos y distantes, la iluminaban como si cada uno fuera un reflector apuntando a su protagonista.
«La escena se mueve sola. Sin dirección visible. Pero no hay improvisación, Luz… solo un libreto que todavía no conoces.»
Ella se detuvo frente a una pequeña tienda abierta las veinticuatro horas.
Elliot también.
La vio entrar.
Esperó un segundo —dos, quizá— y cruzó la calle con la cabeza baja, la gorra hundida hasta las cejas.
El sonido del timbre al abrir la puerta pareció una claqueta invisible.
Dentro, la luz blanca era agresiva.
El silencio olía a detergente barato.
Luz estaba en el pasillo uno, revisando un estante de productos con la paciencia de quien mide su economía.
Elliot tomó el pasillo contiguo.
«El destino no existe, Luz. Solo existen los ‘call sheets’ que la gente no ve.Ahora tú estás en el pasillo uno, yo en el dos. Tiempo de acercamiento calculado. Una toma que parezca espontánea.»
Giró la esquina, fingiendo buscar algo.
Y allí estaba ella, frente a frente, en foco.
—Elliot, qué casualidad —dijo Luz, con esa sonrisa que parecía encender el plano.
Elliot sonrió también, con la torpeza ensayada de quien finge recordar.
—Tú eras… —pausa medida, mirada al techo— ah, ya me acordé: Luz, ¿verdad? Vaya, me recordaste.
—Sí, soy yo. Cómo no acordarme… desde el videoclub, luego el festival —rió—. No dejas de aparecer, ¿eh?
Elliot rió también, bajo, sincopado.
Luego bajó la mirada, buscando la excusa.
—¿Vas a comprar algo?
Luz suspiró.
—Solo miro. Busco algo barato, lo justo para cenar. No tengo mucho dinero.
Elliot metió la mano en el bolsillo.
Sacó un billete arrugado, lo puso sobre la palma con calma quirúrgica.
—Cambiemos el guion —dijo suavemente—.
Las protagonistas no comen sobras. Un sándwich es una inversión en la escena. ¿Te parece si invito y celebramos que el destino es un pésimo director… pero al menos nos juntó dos veces en una semana?
Luz lo miró con sorpresa.
Había en sus ojos más curiosidad que desconfianza.
Un silencio breve.
Después, una sonrisa.
—Sí, me parece bien —dijo—. Me causa gracia cómo hablas, tan… cinematográfico. Supongo que es normal si trabajas entre películas.
Elliot asintió, casi agradecido.
«Perfecto. No lo encuentra raro. Lo encuentra encantador.»
Pagaron en la caja.
Dos sándwiches, una escena nueva.
—¿Te acompaño a casa? —preguntó Elliot, con tono neutral, sin insistencia.
Luz vaciló un segundo.
—Si quieres venir… pero tendrás que regresar solo, y ya será tarde.
—No te preocupes, Luz. A estas horas nadie debería caminar sola.
Ella asintió. Salieron juntos.
La calle los recibió con un murmullo de autos lejanos y olor a pan tibio.
Sus pasos resonaban en la vereda como el compás lento de una canción que nadie más escuchaba.
Luz dio una mordida al sándwich, y Elliot la observó.
Cada movimiento era un plano perfecto: la miga deshaciéndose, la mirada dulce, el silencio compartido.
«Cody te negó el transporte. Yo te doy compañía, comida y seguridad. La diferencia entre un extra y tu coprotagonista es el guion, Luz. Y el mío recién empieza.»
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Caminaron durante varias cuadras, sin prisa.
El viento arrastraba hojas secas por la vereda y el murmullo de los autos era apenas un eco distante.
Luz hablaba con calma: anécdotas pequeñas, comentarios sueltos. Elliot la escuchaba como si cada palabra pudiera servirle para escribir una escena futura.
Al cabo de unos minutos, ella se detuvo.
—Ahí vivo —dijo, señalando un edificio de fachada amarillenta.
Un cartel oxidado colgaba torcido sobre la entrada: DEPARTAMENTOS EL DORADO.
Elliot alzó la vista.
El neón parpadeaba con intermitencia, tiñendo la acera de un dorado enfermo.
«El Dorado… un tesoro escondido. Cada dirección es una coordenada del libreto. Ya tengo la locación. Y sé exactamente dónde no debe aparecer Cody.»
—Bonito lugar —dijo Elliot, rompiendo el silencio.
Caminaron los últimos metros hasta la puerta.
Luz buscó las llaves en el bolso y, antes de abrir, se volvió hacia él.
—¿Vives sola? —preguntó Elliot, con un tono que fingía simple curiosidad.
—No, vivo con Coco —respondió.
Elliot arqueó una ceja.
—¿Coco? ¿Tu padre?
Luz rió, bajando la cabeza.
—No, mi gato. Es mi compañero. Me encantan los gatos.
Elliot sonrió.
—Eso es genial, Luz. A mí también me encantan los gatos.
«Qué coincidencia, ¿verdad?»
Por un instante, ninguno habló.
Solo el zumbido del neón acompañaba el aire frío.
Elliot respiró hondo.
—Gracias por dejarme ser tu guardaespaldas esta noche —dijo con una sonrisa tranquila, genuina en apariencia.
Luz lo miró, los ojos suaves, agradecidos.
—Gracias a ti por el sándwich y por acompañarme. Eres… diferente a los demás. No creo que sea casualidad esto. Quizás el destino intenta decirme que deberíamos ser buenos amigos.
«Amigo. Sí. El amigo es el acceso, el confidente.
El director de casting me ha dado el papel de amigo. Y es un rol perfecto.»
—Tienes razón —respondió Elliot—. No fue casualidad.
Sacó el teléfono del bolsillo.
—¿Te puedo agregar a algo? Para hablar si quieres.
Luz asintió.
—Claro, búscame en Instagram —dijo con naturalidad.
Le dictó su usuario.
Elliot fingió buscarlo, deslizando el dedo sobre la pantalla como si ese perfil no hubiera estado ya en sus “buscados” desde hacía días.
«No me das tu número… ¿Será por él, Luz?
¿El tóxico de Cody aún revisa tus llamadas?»