Elliot Gardner: El Director

Capitulo 8

El reloj marcaba un viernes a la mañana.
El aire olía a polvo y a cinta vieja.

Elliot estaba solo en el videoclub.
Por primera vez, como jefe. Por primera vez, dueño de su escenario.

La puerta del depósito permanecía abierta.
Allí dentro, el silencio tenía cuerpo.

Elliot dejó su mochila en el suelo; el tintineo de unas latas metálicas rompió el aire inmóvil.

Observó el lugar: paredes amarillentas, cajas amontonadas, el suelo cubierto de polvo como una película olvidada.

Todo era un desastre. Pero también era un lienzo en blanco.

Tomó una escoba y comenzó a barrer con una calma casi religiosa.
Cada movimiento levantaba un poco de polvo, como si estuviera desenterrando un recuerdo.
Silbaba mientras lo hacía, un sonido bajo, monótono, como una pista de fondo.

Terminó de barrer.

Quitó las telarañas del rincón, limpió los restos de óxido y se acercó a la ventana pequeña del fondo.

La abrió con esfuerzo; la madera crujió, la bisagra protestó.
El aire nuevo entró con timidez.

Elliot respiró hondo.

Entonces vio las cadenas tiradas en el suelo.
Se agachó.

Las tocó con los dedos, el metal frío le manchó la piel.

«Las cadenas se quedan. Son parte del set. Un recordatorio de que incluso en los mejores guiones, hay cosas que deben permanecer atadas.»

Se puso de pie.

Fue hacia la mochila y sacó una lata de pintura gris.

La abrió con el borde de una llave y el sonido metálico resonó en la habitación.

Metió la brocha, la alzó, y comenzó a pintar.

Los trazos eran torpes pero decididos.
El gris se extendía sobre las paredes amarillas, borrando el pasado, cubriendo la ruina.

El olor a pintura húmeda llenó el aire.
Elliot sudaba; el foco parpadeaba de vez en cuando, dándole un ritmo intermitente a la escena.

Cuando terminó, el depósito era otro.
Más oscuro, más limpio, nás él.

«El tono es correcto. Neutral. Industrial. Perfecto para una historia que aún no sabe si es real.»

Tomó otra lata: esmalte para madera.
Pintó la mesa, con paciencia quirúrgica, de arriba a abajo, cuidando cada borde.

«Esta mesa no es un escritorio. Es mi consola de edición.»

Cuando secó la última pincelada, sacó de la mochila su laptop, unos cables, y los conectó al enchufe oxidado que aún resistía el tiempo.
El zumbido leve de la corriente le sonó como música.

Después, una cámara. Nueva.
Compacta.

Meticulosamente instalada en una esquina del techo.

Elliot la ajustó, la encendió, y sonrió.

«Esta cámara será mi ojo. Para que nunca más haya errores de continuidad en mi vida.»

Sincronizó la señal con su celular.
Una notificación vibró: Conexión establecida.

«Si alguien entra… lo sabré.»

Guardó las cosas, se limpió las manos con un trapo viejo.

Estaba a punto de salir cuando una sombra apareció en el marco de la puerta.

—¿Qué es ese olor a pintura, hermano? —preguntó Javier, frunciendo la nariz—. ¿Y qué hacías ahí dentro? ¿Dormías?

Elliot se sobresaltó, casi instintivamente cerró la puerta tras de sí.
Su tono se endureció.

—Javier… hoy es tu día libre.
Esto —hizo un gesto vago hacia la puerta cerrada— es mi oficina personal.
Espacio privado. Proyectos míos.

Javier lo miró confundido, pero asintió despacio.
—Bueno, si necesitas algo, me llamas... —dijo, dando un paso atrás.

—Te llamo. Vete —interrumpió Elliot, con una sonrisa falsa que no llegó a los ojos.

Cuando Javier se fue, el silencio volvió.
Elliot apoyó la espalda en la puerta, cerró los ojos, exhaló.

«Javier es un extra demasiado curioso. Necesito limitar sus líneas en la película.»

---

La tarde caía lenta sobre el departamento.
Las persianas filtraban la luz como una proyección vieja, intermitente.

Elliot estaba sentado en el sillón, una copa de vino en la mano, el rostro cansado.
El aire olía a uva seca y soledad.
Parecía un director que había pasado la jornada editando una película que nadie más entendía.

El silencio era tan espeso que el sonido del celular lo cortó en seco.

Un mensaje.
Elliot lo tomó con desgano... hasta que vio el nombre.

Notificación: Luz Fischer — nuevo mensaje.

Su pulso cambió de ritmo.
El vino dejó de ser vino; era un aplauso interno.

Abrió el mensaje con rapidez, casi con devoción.

“¡Hola Elliot! Me gustó mucho la charla de esa noche. ¿Te apetece un café hoy a las 5 para hablar de ‘películas’ o lo que sea?”

Elliot sonrió apenas, esa sonrisa mínima que no se repite dos veces.
Alzó el brazo como quien celebra una toma perfecta.

«Bingo. Ni una llamada, ni una excusa. La protagonista me invita al segundo acto. El público exige continuidad.»

Tomó aire, tecleó la respuesta.
Un simple “Sí.”

Nada más.
El director no improvisa con la estrella principal.

Se levantó, fue hacia el armario.

Abrió la puerta y revisó su guardarropa como quien elige vestuario para un rodaje.

Camisa limpia, abrigo negro.
La gorra asomaba desde el estante.

La tomó, la giró entre los dedos y la metió en el bolsillo.

«Uno nunca sabe cuándo la cámara vuelve a grabar.»

Después, los lentes oscuros.
Atrezzo básico. Los guardó.

Se miró al espejo.
El reflejo lo observaba como un doble con intenciones ocultas.

—Debería tener algunos diálogos preparados… —murmuró.

Ensayó una sonrisa.
Una natural, otra más contenida.
Probó tonos de voz.

«Si me pregunta por mi película favorita... Casablanca. O quizá Memento. No, demasiado obvio.»

Se detuvo.
El reloj marcaba las cuatro y media.
El ensayo había terminado.
Era hora de la función.

Dejó la copa vacía sobre la mesa, se ajustó el abrigo y salió.
El cierre de la puerta sonó como un claquetazo.

«Toma dos. Elliot y Luz. Café, 5 p.m. Escena de reencuentro.»



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En el texto hay: psicpata, psicología suspenso, stalking

Editado: 13.11.2025

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