Ellos

Patrañas

—¿Bueno? —Respondió Javier amodorrado, con las sábanas enredadas entre sus largas y delgadas piernas.

—Javier, acabo de llegar, ábreme.

—¿Ya te cansaste de jugar al héroe con los proletarios?

—Cállate y ábreme, tengo algo importante que decirte. Aquí estoy abajo.

—¿Cómo supiste dónde estoy? —Apartó la sábana blanca y se levantó— ¡¿Le dijiste a alguien dónde estoy, güey?!

—¡No! ¡¿Cómo crees?! ¡Ábreme, me estoy asando! ¡Hace un calor de poca madre aquí!

Javier rió y se puso la bata pero no se molestó en atar los cordones y mucho menos, en ponerse ropa interior. Así, fue a abrir y Benjamín se tapó los ojos, para empujarlo y entrar.

—¡Chale, wey, te pasas! ¿Qué tal si hubiera sido una niña exploradora feminista radical? ¡En ese momento te corta los huevos!

Javier estalló en una carcajada por la ocurrencia. 

—En éste edificio, ni en éste país hay niñas exploradoras.

—Pero sí feministas radicales.

Por un instante Javier se quedó viendo a la ventana del edificio de enfrente. Un anciano no dejaba de mirarlo con insistencia. Molesto, cerró la cortina y se cerró la bata también.

—¡Gracias!

—Ya, envidioso.

—¡Ay, por favor!

—¿Quieres desayunar?

—Son las doce , Javier.

—¿Quieres comer algo, entonces? Estaba por pedir algo al delivery.

—No, gracias.

—Pues yo sí —tecleó unos minutos y luego dejó el móvil sobre la barra—. Ya, dime, ¿cómo me encontraste?

—No vas a creerlo...

—¡Ya, Benjamín, dímelo!—Bramó impaciente, recargando las dos palmas sobre la barra.

—Mi papá.

—¿Qué?

—Mi papá, Javier, nuestro padre.

—No juegues conmigo —le advirtió.

—¡Es la verdad, Javier! Quisiera decirte mentiras, pero es la verdad. La otra noche, antier para ser exacto, entré a mi departamento y lo vi sentado en la sala.

—¡Déjate de pendejadas!

—¡No me creas si no quieres! ¡Yo sé lo que vi! ¡Estaba ahí, como si estuviera viendo la televisión y luego desapareció!

Abrevió sin dar detalles de todo lo que le había mostrado.

—Solo fueron unos minutos y después desapareció. Después unos libros volaron del librero y uno me pegó en la cabeza.

—¿El de Gaudí que te regaló en navidad? —Ironizó.

—Aquí estoy ¿Verdad?

—Está bien, supongamos que te creo ¿Para qué?

—Para advertirte sobre algo. Javier, debes regresar a México y responder por lo que pasó.

Javier rió animadamente sin que lo que su hermano dijo le causará gracia realmente.

—¡No seas imbécil, Benjamín, nos quedaríamos en la ruina! ¡Y yo no voy a ser pobre otra vez! Tú puedes hacer lo que quieras, jugar al santo de los miserables, pero yo no voy a hacer nada. Si te quieres hundir, húndete tú solo.

—Al menos haz algo que indique que quieres resarcir el daño, que te arrepientes. Mira, ni siquiera tiene que saberlo nadie.

—¿Y entonces para qué lo haría? Vete con tus patrañas espirituales a otro lado. Ya, ya pasó, no tiene remedio.

—Bien, me voy. Pero voy a estar cerca si me necesitas. Piensalo, Javi, por favor —rogó con la voz y con la mirada.

—Ay hermanito...¿Dónde te estás quedando?

—En un hotel.

—¿Por qué no te vienes conmigo? Pagar un hotel sale muy caro.

—Lo pensaré. Por hoy no. Nos vemos.

—¿Ya te vas?

—Sí.

Algo en la expresión de Javier lo conmovió un poco, se notaba su miedo a pesar de que luchaba férreamente para que eso no sucediera, pero su nerviosismo y la insistencia en ver hacia la ventana, lo delataba. Sin embargo, tal vez eso era lo que necesitaba para recapacitar.

Por la aplicación le avisaron que su pedido había llegado y fue hasta entonces que Javier decidió ponerse ropa para salir a recibir su desayuno. Al salir, buscó al repartidor pero no había nadie. Esperó unos minutos y llegó, pero al mirar al frente, el mismo anciano que lo miraba desde la ventana, estaba del otro lado de la acera.

 

Su mirada rencorosa, triste, justo como la mirada de alguien a quien se le había defraudado, a quien se le había traicionado. Alguien que había gastado los ahorros de su vida para tener un patrimonioseguro al final de su vida y que se volvió polvo y escombros justo encima de él y su esposa.

Javier tomó el paquete de su comida, entró rápido y subió corriendo por las escaleras para no seguir viendo al anciano.

Cuando finalmente entró a su departamento y cerró la puerta,  a la mitad de la sala había un gran trozo de escombro y debajo, lo que parecía ser la cabeza de una persona aplastada por el material. Un globo ocular rodó hasta tocar el dedo medio de su pie derecho.




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