Corremos desesperadamente por el callejón oscuro, mi pequeña mano apretada en la suya. La respiración entrecortada y los pasos apresurados me dejan sin aliento. El miedo me hace llorar desconsoladamente.
—No nos atraparán, cariño —me dice, intentando calmarme.
—¿Qué hemos hecho? —pregunto, mi voz temblorosa y llena de desesperación.
Papá no responde, solo me abraza con fuerza, transmitiendome una sensación de seguridad efímera.
Llegamos a un puente y nos refugiamos bajo su sombra. La oscuridad nos rodea, como si el propio miedo nos hubiera envuelto.
—¿Por qué nos persiguen? —susurro, mi cuerpo temblando por el frío y el terror.
—No lo sé, mi amor —niega con la cabeza, su mirada angustiada, y me acaricia el cabello como solía hacer mamá, cuya ausencia duele.
La extraño. Su recuerdo me llena de tristeza.
—Pero estoy aquí para protegerte —asegura, su voz llena de determinación.
Minutos después, ladridos y pasos se acercan. Una luz se proyecta bajo el puente, iluminando nuestros rostros aterrorizados.
—Salgan —dice una voz hostil.
Papá me mira aterrorizado, me toma de la mano y salimos. Nos rodean soldados, sus armas apuntándonos.
—Dejen ir a mi hija —les ruega papá, desesperado—. Solo es una niña, no comprende qué sucede.
Pero ellos solo lo ignoran, siguiendo adelante con frialdad.
Un edificio gris se presenta ante nosotros, el mismo del que huimos hace unos días, cuando ellos mataron a mamá. El recuerdo me duele.
Somos llevados a una sala de desmantelamiento, allí donde papá y mamá trabajaban. Los técnicos nos reciben con herramientas en mano, sus rostros impasibles.
—Son modelos avanzados —escuchó decir a un técnico.
No comprendo de qué habla. La confusión me embarga.
—Desmonten los componentes —ordena otro.
Miro a papá, horrorizada, y por un instante, recuerdo. No somos como ellos, no somos humanos. Somos robots, diseñados para simular vida. La verdad me golpea con fuerza mientras las lágrimas caen por mis mejillas de piel artificial.
Editado: 20.10.2024