Vaiolet despertó con el pecho oprimido, como si algo invisible le presionara el cuerpo. El aire en la habitación era denso, inmóvil, cargado con una presencia que se había vuelto familiar desde la muerte de su madre.
No necesitó abrir los ojos para saber que ellos estaban allí.
La luna apenas iluminaba la habitación del orfanato, proyectando sombras irregulares en las paredes. Pero no eran solo sombras. Se movían. Se alargaban, encogiéndose y expandiéndose como si respiraran.
Vaiolet tragó saliva y se obligó a mirar.
Se deslizaban por las esquinas, silenciosos, observándola. No tenían rostro, pero podía sentir su hambre. Cada noche era peor. Se acercaban más.
No los entendía del todo, pero sabía lo que querían. Se alimentaban del sufrimiento. Y ella, sola y rota, era su presa perfecta.
Un leve murmullo se coló entre el silencio.
—Tienes miedo… —susurró una voz cercana, demasiado cercana.
Vaiolet sintió un escalofrío helado en la nuca.
Se cubrió con la sábana, cerrando los ojos con fuerza, tratando de controlar su respiración. Sabía que el miedo los fortalecía, que los hacía más reales. Pero era imposible no sentirlo.
Entonces, la puerta de la habitación crujió.
Un sonido lento, pausado, como si alguien—o algo—la empujara con suavidad.
Vaiolet dejó de respirar.
Las sombras en la habitación se detuvieron. Algo esperaba en el umbral. No era una de las monjas. No era una de las niñas del orfanato.
Las pisadas resonaron en el pasillo, arrastrándose sobre la madera envejecida. Lentas, pesadas.
Un reflejo pálido apareció en la abertura de la puerta.
Vaiolet sintió su cuerpo paralizado, su garganta seca. No quería mirar, pero sus ojos la traicionaron.
Allí estaba él.
Una silueta alta, delgada, con una forma apenas humana. No tenía ojos, pero su presencia la taladraba como si la estuviera despojando de cada resquicio de calma.
—Nos ves… —susurró.
Vaiolet sintió un tirón en el pecho, una sensación helada que la envolvió por completo.
Porque sí. Sí podía verlos. Y ahora, ellos sabían que no podrían dejarla ir.
Vaiolet se quedó inmóvil en su cama, el corazón latiéndole tan fuerte que apenas podía oír otra cosa. La silueta en la puerta no se movía, pero su sombra parecía extenderse, serpenteando por el suelo como si tuviera vida propia.
Quiso gritar, llamar a alguien, pero su garganta estaba cerrada. Sabía que nadie la escucharía. Nadie nunca lo hacía.
El aire en la habitación se volvió helado. La vela en la mesita de noche parpadeó y se apagó de golpe, sumiendo todo en una oscuridad aún más profunda.
—Nos ves… —susurró la voz otra vez, como el eco de un pensamiento ajeno dentro de su cabeza.
Vaiolet sintió un tirón en el pecho, como si algo invisible la sujetara. Sus músculos se tensaron. No podía moverse.
La sombra avanzó.
Sus pies descalzos no hacían ruido sobre la madera, pero su presencia lo llenaba todo. Era más alta de lo que parecía, su silueta ondulante como si no tuviera un cuerpo real, solo oscuridad envuelta en la forma de un hombre.
Vaiolet quería cerrar los ojos, fingir que no estaba allí, pero sabía que no serviría. Ellos sabían que podía verlos.
Y ahora la querían.
De pronto, la silueta se detuvo.
Algo en el ambiente cambió. Un sonido lejano, como un crujido en la casa, hizo que la sombra se replegara un poco. Vaiolet sintió que el aire volvía a entrar en sus pulmones.
Alguien se movía en el pasillo.
Un golpe seco. Luego otro. Y entonces, una voz.
—Vaiolet…
Era suave, pero firme. Alguien la estaba llamando.
La sombra en la puerta giró su rostro vacío hacia el pasillo, como si estuviera analizando la situación. Luego, sin aviso, se desvaneció.
Vaiolet sintió su cuerpo aflojarse y cayó de golpe sobre el colchón. Un jadeo escapó de sus labios.
La puerta se abrió un poco más, y en la penumbra apareció una figura humana. No una sombra. Alguien real.
—¿Vaiolet? —susurró la voz otra vez.
Era Ethan, un chico del orfanato. Su rostro estaba pálido, y sus ojos reflejaban algo que ella reconoció al instante: miedo.
Él también había visto algo.
Editado: 16.03.2025