Ellos están aquí

Capítulo 2: La puerta prohibida

Vaiolet se quedó mirando a Ethan, todavía con el cuerpo tembloroso. La presencia oscura había desaparecido, pero el aire seguía impregnado de su esencia, como un eco invisible de algo que no se había ido del todo.

Ethan no se movía. Su respiración era irregular, su mirada se deslizaba por el cuarto, como si aún temiera que algo se escondiera en las sombras.

—¿Tú también los viste? —susurró Vaiolet, sintiendo cómo su voz se quebraba en la última palabra.

Él tragó saliva, asintiendo lentamente.

—No sé qué son… pero nos están observando.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas como el silencio que se instaló entre ellos. Vaiolet no necesitaba que Ethan se lo explicara. Sabía lo que había visto, lo que había sentido.

Desde la muerte de su madre, ellos la acechaban. Pero hasta ahora, pensaba que estaba sola en esto.

—No es la primera vez —murmuró Ethan, su voz apenas audible—. He oído cosas. A veces, siento que algo me sigue cuando todos duermen. Pero esta noche… esta noche fue diferente.

Vaiolet se estremeció.

—Esta noche se acercaron más —susurró ella.

Ethan levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Vaiolet. Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. No había necesidad. Ambos sabían que algo estaba cambiando.

La oscuridad en la habitación parecía más densa, como si las sombras estuvieran escuchando.

—Tenemos que salir de aquí —susurró Ethan de repente, mirando hacia la puerta entreabierta—. No es seguro.

Vaiolet dudó. Afuera, el orfanato estaba envuelto en un silencio opresivo. Las monjas dormían en sus habitaciones, y las otras niñas no entenderían lo que pasaba.

—¿A dónde? —preguntó ella.

Ethan no respondió de inmediato. Miró el pasillo, luego volvió a Vaiolet, como si estuviera considerando algo demasiado peligroso para decirlo en voz alta.

—Al sótano.

Vaiolet sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Nadie iba al sótano.

Las monjas siempre advertían a los niños que no bajaran allí. Decían que estaba lleno de cosas viejas, que era un lugar sucio y peligroso. Pero Vaiolet había aprendido que los adultos nunca decían la verdad.

—¿Por qué ahí? —preguntó con cautela.

Ethan se inclinó un poco más hacia ella, susurrando como si temiera que alguien los escuchara.

—Porque los he visto bajar.

El estómago de Vaiolet se contrajo.

—¿Los… has visto entrar al sótano?

Ethan asintió.

—Anoche. Se deslizaron por el pasillo y bajaron las escaleras. No hicieron ruido, pero los seguí con la mirada. Se quedaron allí abajo… como si estuvieran esperando algo.

Vaiolet sintió que el frío en su pecho se intensificaba.

—¿Y qué pasó?

Ethan desvió la mirada.

—No lo sé. No me atreví a acercarme.

Un silencio incómodo los envolvió. La idea de bajar al sótano era aterradora, pero si ellos estaban allí, significaba que había algo importante que descubrir.

Vaiolet tragó saliva y miró hacia la puerta.

—Vamos.

Ethan la miró sorprendido.

—¿Ahora?

Vaiolet asintió.

—Si esperan abajo, entonces tal vez haya una forma de detenerlos.

Ethan dudó por un segundo, pero luego suspiró y asintió.

Juntos, se deslizaron fuera de la habitación, sus pasos apenas audibles sobre la madera. El pasillo estaba oscuro, solo iluminado por la débil luz de la luna que se filtraba por las ventanas.

Cada sombra parecía moverse. Cada rincón parecía esconder algo.

El orfanato entero contenía la respiración mientras los dos niños avanzaban en silencio.

Y entonces, la puerta del sótano apareció frente a ellos.

Estaba entreabierta.

Y desde el interior, un leve susurro flotó en el aire.

—Los vemos…

Vaiolet y Ethan se detuvieron en seco frente a la puerta del sótano. La sensación de algo acechante en la oscuridad los envolvía, pero antes de que pudieran dar un paso más, un grito rompió el silencio del orfanato.

Un grito agudo, de terror puro.

Los dos niños se miraron con el corazón latiéndoles en la garganta. Luego, sin pensarlo, giraron y corrieron en dirección al sonido.

El orfanato entero despertó. Las puertas de las habitaciones se abrieron de golpe y las otras niñas salieron, con el miedo dibujado en sus rostros somnolientos. En el extremo del pasillo, junto a la puerta del baño, Sor Amelia temblaba con una mano cubriéndose la boca.

Vaiolet sintió un nudo en el estómago cuando vio lo que la monja miraba.

Allí, en el suelo frío y pálido, yacía el cuerpo de una de las niñas.

Su piel estaba tan blanca como la luz de la luna, los ojos abiertos, fijos en el vacío. No había sangre, no había heridas visibles, pero su expresión… su expresión estaba congelada en un grito silencioso de terror absoluto.

El orfanato se sumió en el caos.

Las niñas comenzaron a llorar, algunas corrieron a esconderse en sus habitaciones, mientras las monjas intentaban contener la situación. Una de ellas salió corriendo a llamar a la policía.

Vaiolet apenas podía respirar.

Ella la conocía. Su nombre era Clara, una niña de nueve años que solía jugar con las más pequeñas. La había visto esa misma tarde. Estaba viva. Sonriendo.

Ethan se acercó lentamente y susurró:

—No fue un accidente.

Vaiolet asintió, con un escalofrío recorriéndole la espalda. Ellos lo habían hecho.

La policía llegó media hora después.

Los oficiales rodearon el orfanato, interrogando a las monjas y revisando la escena. Vaiolet y Ethan se quedaron en un rincón del comedor, observando en silencio.

Un detective de traje gris caminó hacia ellos. Su mirada era seria, afilada.

—Soy el detective Waldemar ¿Vieron algo?

Ethan y Vaiolet intercambiaron una mirada. Sabían la verdad. Sabían lo que habían visto.



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En el texto hay: misterio, sangre, hambre

Editado: 16.03.2025

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