La mañana siguiente amaneció con un cielo gris y pesado sobre el orfanato. La noticia sobre la muerte de Clara ya había recorrido cada rincón del lugar, pero las monjas intentaban mantener la rutina, como si forzar la normalidad pudiera borrar el miedo que flotaba en el aire.
Vaiolet y Ethan sabían que era inútil. Clara no murió de una forma normal. Y ahora, finalmente, la policía tenía un informe sobre su muerte.
Los oficiales llegaron al mediodía. Esta vez, el detective Clarens entró con paso firme, sujetando un sobre manila entre sus manos. Su rostro era una máscara de seriedad, pero había algo más en su mirada: inquietud.
Sor Amelia los recibió en la oficina principal. Vaiolet y Ethan no estaban autorizados a escuchar, pero eso no los detuvo. Se escondieron detrás de una puerta entreabierta, conteniendo la respiración mientras escuchaban la conversación.
—No hay señales de violencia —dijo Clarens, con voz tensa—. No hay golpes, no hay heridas.
—Entonces… ¿qué fue? —preguntó Sor Amelia, aunque su tono sonaba más cauteloso que sorprendido.
El detective guardó silencio por un instante antes de responder.
—El forense dice que su cuerpo no mostraba ninguna causa evidente de muerte, pero… —hizo una pausa—. La encontraron con una expresión de terror extremo.
Vaiolet sintió un escalofrío.
—¿Terror? —repitió Sor Amelia.
Clarens dejó el sobre sobre la mesa.
—Es como si… hubiera muerto de miedo.
Ethan y Vaiolet se miraron, conteniendo el aliento.
Las sombras. Ellos la mataron.
—¿Alguna idea de qué pudo causarlo? —preguntó la monja con un tono que intentaba sonar neutral.
Clarens suspiró.
—No lo sé. Pero hay algo más. Algo extraño.
Vaiolet sintió su piel erizarse.
—Cuando revisamos su habitación, encontramos algo en sus manos.
Sor Amelia no respondió.
Clarens continuó:
—Sus dedos estaban crispados, como si hubiera tratado de sujetar algo en su último momento de vida. Y en su palma… encontramos marcas.
La monja se tensó.
—¿Qué tipo de marcas?
Clarens deslizó una fotografía sobre la mesa.
—Rastros de algo parecido a ceniza negra.
Vaiolet sintió un escalofrío correrle por la espalda.
Ceniza.
Las sombras dejaban ceniza.
Sor Amelia tardó en responder. Luego, su voz sonó más baja.
—Tal vez haya una explicación lógica.
Clarens exhaló con frustración.
—Eso espero. Pero hasta ahora, no la tenemos.
Vaiolet cerró los ojos por un momento.
No había ninguna explicación lógica.
Clara murió porque Ellos la quisieron muerta.
Y si nadie hacía nada… habría más.
El ambiente en el orfanato había cambiado. El miedo ya no era solo de las niñas. Las monjas también estaban asustadas.
Vaiolet lo notaba en cada mirada esquiva, en los rezos que ahora eran más largos y más constantes. Antes, las monjas apenas hablaban entre ellas. Ahora, murmuraban en los pasillos, intercambiaban palabras en voz baja y evitaban quedarse solas en la oscuridad.
Pero lo que más inquietaba a Vaiolet era que nadie mencionaba a Clara. Su nombre se había convertido en un tabú. Como si jamás hubiera existido.
Esa noche, Vaiolet y Ethan se despertaron con el sonido de pasos apresurados.
Se asomaron por la puerta entreabierta y vieron a Sor Amelia y otras dos monjas caminando hacia la oficina principal. Su expresión era tensa, y el miedo en sus rostros era real.
Vaiolet no necesitó decirle nada a Ethan. Con pasos silenciosos, los dos niños siguieron a las monjas, deteniéndose justo frente a la gran puerta de madera.
Desde dentro, sus voces se filtraban por la rendija.
—Esto no es normal —susurró una de las monjas con la voz temblorosa—. Esa niña no murió sola. Algo la mató.
Vaiolet sintió que el estómago se le encogía. Ellas sabían.
—Sabíamos que esto podía pasar —respondió Sor Amelia en un tono más bajo—. Pero no pensé que sucedería tan pronto.
—¿Qué hacemos? —preguntó otra monja.
Hubo un silencio denso antes de que Sor Amelia respondiera.
—Llamaremos al Templo.
Vaiolet miró a Ethan con los ojos muy abiertos.
—¿Qué es el Templo? —susurró él.
Vaiolet negó con la cabeza. No tenía idea. Pero si las monjas necesitaban ayuda externa, significaba que esto era peor de lo que imaginaban.
Dentro de la oficina, el sonido de la pluma raspando el papel llenó el silencio.
—Daremos aviso inmediato —dijo Sor Amelia—. El Templo tiene que saber que "Ellos" han despertado.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas, como una advertencia.
Otra monja habló, su voz apenas audible.
—¿Y si es demasiado tarde?
Sor Amelia apretó la pluma con fuerza.
—Entonces, nadie estará a salvo.
El silencio en la oficina se volvió sofocante.
Vaiolet sintió su corazón latir con fuerza en su pecho.
Sabía que no debía estar allí, que lo que estaban escuchando no era para niños. Pero ahora lo entendía.
Las monjas sabían exactamente qué estaba ocurriendo.
Y ahora, estaban buscando ayuda.
Pero la verdadera pregunta era…
¿Sería suficiente?
Editado: 16.03.2025