Ellos están aquí

Capítulo 6: El mensaje al Templo

El ambiente en el orfanato había cambiado. El miedo ya no era solo de las niñas. Las monjas también estaban asustadas.

Vaiolet lo notaba en cada mirada esquiva, en los rezos que ahora eran más largos y más constantes. Antes, las monjas apenas hablaban entre ellas. Ahora, murmuraban en los pasillos, intercambiaban palabras en voz baja y evitaban quedarse solas en la oscuridad.

Pero lo que más inquietaba a Vaiolet era que nadie mencionaba a Clara. Su nombre se había convertido en un tabú. Como si jamás hubiera existido.

Esa noche, Vaiolet y Ethan se despertaron con el sonido de pasos apresurados.

Se asomaron por la puerta entreabierta y vieron a Sor Amelia y otras dos monjas caminando hacia la oficina principal. Su expresión era tensa, y el miedo en sus rostros era real.

Vaiolet no necesitó decirle nada a Ethan. Con pasos silenciosos, los dos niños siguieron a las monjas, deteniéndose justo frente a la gran puerta de madera.

Desde dentro, sus voces se filtraban por la rendija.

—Esto no es normal —susurró una de las monjas con la voz temblorosa—. Esa niña no murió sola. Algo la mató.

Vaiolet sintió que el estómago se le encogía. Ellas sabían.

—Sabíamos que esto podía pasar —respondió Sor Amelia en un tono más bajo—. Pero no pensé que sucedería tan pronto.

—¿Qué hacemos? —preguntó otra monja.

Hubo un silencio denso antes de que Sor Amelia respondiera.

—Llamaremos al Templo.

Vaiolet miró a Ethan con los ojos muy abiertos.

—¿Qué es el Templo? —susurró él.

Vaiolet negó con la cabeza. No tenía idea. Pero si las monjas necesitaban ayuda externa, significaba que esto era peor de lo que imaginaban.

Dentro de la oficina, el sonido de la pluma raspando el papel llenó el silencio.

—Daremos aviso inmediato —dijo Sor Amelia—. El Templo tiene que saber que "Ellos" han despertado.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas, como una advertencia.

Otra monja habló, su voz apenas audible.

—¿Y si es demasiado tarde?

Sor Amelia apretó la pluma con fuerza.

—Entonces, nadie estará a salvo.

El silencio en la oficina se volvió sofocante.

Vaiolet sintió su corazón latir con fuerza en su pecho.

Sabía que no debía estar allí, que lo que estaban escuchando no era para niños. Pero ahora lo entendía.

Las monjas sabían exactamente qué estaba ocurriendo.

Y ahora, estaban buscando ayuda.

Pero la verdadera pregunta era…

¿Sería suficiente?

El orfanato estaba en un estado de tensión absoluta. Las monjas apenas dormían, se movían en grupos y evitaban la oscuridad más de lo habitual. Algo estaba cambiando.

Vaiolet y Ethan sabían que el mensaje al Templo había sido enviado, pero no sabían qué significaba realmente.

Hasta que, dos noches después, alguien llegó.

Era tarde cuando las puertas del orfanato se abrieron de golpe.

Vaiolet estaba en su cama cuando escuchó el sonido de un carruaje deteniéndose frente al edificio. Se incorporó de inmediato y miró por la ventana.

Un hombre vestido de negro descendió del vehículo. Su túnica larga lo cubría casi por completo, y en sus manos llevaba un libro grueso de cuero oscuro.

Vaiolet sintió un escalofrío. No parecía un sacerdote común.

Desde el pasillo, las monjas se apresuraban hacia la entrada.

Vaiolet despertó a Ethan y ambos salieron en silencio de la habitación, ocultándose en las sombras mientras se acercaban al gran vestíbulo.

La puerta estaba abierta, dejando entrar el viento frío de la noche.

El hombre de negro estaba de pie, inmóvil, con las manos firmemente sujetando su libro. Su rostro era afilado, de piel pálida y ojos oscuros como la tinta.

—¿Recibieron mi advertencia? —su voz era baja, pero cortante como un cuchillo.

Sor Amelia asintió.

—Lo hicimos, Padre Adrián.

Vaiolet y Ethan intercambiaron una mirada. Ahora sabían su nombre.

El hombre pasó la mirada por la entrada del orfanato, como si estuviera midiendo cada rincón del lugar.

—Díganme exactamente lo que ha ocurrido.

Sor Amelia tragó saliva.

—Ha muerto una niña. Clara. Sin signos de violencia, pero con… una expresión de terror absoluto en su rostro. Y en sus manos encontramos ceniza negra.

El sacerdote frunció el ceño.

—¿Cuánto tiempo llevan viéndolos?

Las monjas se miraron entre sí.

—Desde hace semanas —confesó una de ellas—. Pero pensamos que solo eran apariciones pasajeras… hasta que comenzaron a matar.

Padre Adrián cerró los ojos por un momento.

—No solo matan. Ellos destruyen.

Vaiolet sintió un escalofrío. Él los conocía.

El sacerdote abrió su libro y recorrió las páginas con rapidez.

—Esto no es un caso aislado. Lo que describen es una manifestación avanzada. Han estado alimentándose del miedo aquí dentro. Primero, se esconden. Luego, acechan. Y cuando están lo suficientemente fuertes… comienzan a cazar.

Las monjas se estremecieron.

—¿Se pueden detener? —preguntó Sor Amelia con voz temblorosa.

El sacerdote la miró con seriedad.

—Eso depende.

—¿Depende de qué?

Padre Adrián cerró el libro y la observó con intensidad.

—De cuán profundo ya han echado raíces.

El silencio cayó sobre el orfanato.

Vaiolet sintió un peso hundirse en su pecho.

No había llegado a salvarlas.

Había llegado para averiguar si todavía podían ser salvadas.



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En el texto hay: misterio, sangre, hambre

Editado: 16.03.2025

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