Vaiolet y Ethan permanecieron ocultos detrás de la puerta, conteniendo la respiración mientras Padre Adrián hojeaba su libro con el ceño fruncido.
—No es solo este lugar —dijo finalmente—. Ellos se están propagando.
Las monjas se miraron entre sí, el miedo reflejado en sus rostros.
—¿Propagando? —repitió Sor Amelia, con un hilo de voz.
El sacerdote asintió con gravedad.
—No son entidades fijas. Se alimentan del miedo, de la desesperación y del sufrimiento humano. No buscan solo a los débiles… buscan lugares donde la oscuridad ya existe.
Sor Amelia tragó saliva.
—¿Dónde más han aparecido?
Padre Adrián cerró el libro lentamente y la miró con seriedad.
—Los templos no son inmunes. En las últimas semanas, hemos recibido informes de fenómenos similares en otros monasterios y orfanatos. En templos donde la fe se ha debilitado… en lugares donde el dolor se oculta tras rezos vacíos.
El silencio cayó sobre la sala.
—Pero no es solo en templos —continuó—. Están en los barrios pobres.
Vaiolet sintió un escalofrío.
—Las zonas donde reinan la corrupción y la delincuencia son su caldo de cultivo. Las almas rotas, el sufrimiento constante, el miedo diario… todo eso los atrae. Allí encuentran un festín inagotable.
Una de las monjas se persignó.
—¿Los han visto?
—Algunos, sí. Los que están marcados. Personas que han estado al borde de la muerte, niños huérfanos como estos, víctimas de la violencia… todos ellos son más sensibles a su presencia.
Vaiolet sintió un nudo en el estómago. Ella era una de esas personas.
—¿Y qué está haciendo el Templo al respecto? —preguntó Sor Amelia.
Padre Adrián suspiró.
—Investigamos. Tratamos de expulsarlos. Pero…esto no es como un exorcismo común.
—¿Por qué? —susurró otra monja.
El sacerdote la miró fijamente.
—Porque Ellos no son demonios.
Vaiolet sintió su respiración volverse pesada.
—Son más antiguos. Más salvajes. No vienen de un solo lugar… vienen de todos lados.
—Primero, debemos descubrir cuán profundo han echado raíces aquí. Y segundo…
Se giró hacia Sor Amelia.
—Deben decidir si este orfanato puede ser salvado.
Sor Amelia palideció.
Vaiolet sintió el peso de esas palabras hundirse en su pecho.
No estaban seguros de que pudieran detenerlos.
Lo que significaba que, si no podían… el orfanato entero podría estar condenado.
El silencio que siguió a las palabras del Padre Adrián se sintió como un peso sobre el aire. Las monjas se miraban unas a otras, incapaces de procesar lo que acababan de escuchar.
Ellos no eran demonios.
Vaiolet sintió un escalofrío. Si no eran demonios… ¿qué eran?
Sor Amelia intentó recomponerse.
—Pero… han sido mencionados en textos religiosos, ¿cierto? —su voz tembló levemente—. Hay oraciones, exorcismos… maneras de enfrentarlos.
El sacerdote negó con la cabeza.
—Esto no es como lo que se describe en la Biblia. Los demonios tienen un propósito, un origen. Estos seres no. No fueron creados por Dios ni por el Diablo. Ellos siempre han estado aquí.
Vaiolet sintió la piel erizarse.
—¿Qué quieres decir con “siempre”? —interrumpió Ethan.
El sacerdote lo miró, sorprendido por su valentía y de que dos niños estuvieran ahi, pero no apartó la mirada.
—Hay registros de su presencia desde tiempos antiguos. Antes de que el hombre tuviera nombre para el bien y el mal, Ellos ya acechaban en la oscuridad. No poseen a las personas como los demonios… simplemente las destruyen.
Vaiolet tragó saliva.
—Se alimentan del miedo.
Padre Adrián asintió.
—No buscan almas. No buscan redención. Solo consumen. Se deslizan en los lugares donde el sufrimiento es más fuerte, donde la desesperación se vuelve insoportable. Cuanto más grande es el miedo, más poderosos se vuelven.
Una monja murmuró una oración entre dientes.
—Entonces… ¿cómo los detenemos? —preguntó Sor Amelia, pero su voz ya no sonaba esperanzada.
El sacerdote guardó silencio por un momento.
—No se pueden exorcizar. No se pueden destruir con rezos. La única forma de debilitar su presencia es eliminando su alimento.
Vaiolet sintió el estómago contraerse.
—¿El miedo? —susurró.
El sacerdote la miró directamente.
—El miedo es su invitación. Cuanto más tememos, más los dejamos entrar. Si una persona pierde el miedo completamente, Ellos se debilitan.
Ethan frunció el ceño.
—Eso es imposible. Nadie deja de sentir miedo.
El Padre Adrián suspiró.
—Exacto. Y por eso… nunca han desaparecido.
El peso de esa verdad cayó sobre todos como una sombra.
No había una solución fácil.
No había manera de escapar.
Ellos siempre estarían allí.
Sor Amelia se llevó una mano al pecho, respirando hondo.
—Entonces… si no podemos vencerlos… ¿qué hacemos?
El sacerdote cerró su libro lentamente y la miró con una expresión sombría.
—Nos preparamos. Porque esto… apenas comienza
Editado: 16.03.2025