Ellos están aquí

Capítulo 8: La marca de la oscuridad

El orfanato se sentía más frío esa noche. No solo por el clima, sino por el peso invisible que parecía haber caído sobre todos. Ahora sabían la verdad.

Vaiolet tragó saliva, sintiendo un vacío en su pecho.

No eran demonios. No eran fantasmas. Nadie sabía realmente qué eran.

Lo único seguro era que no dejaban ir a quienes podían verlos.

El Padre Adrián la observaba con seriedad.

—Desde que viste la muerte de tu madre, ellos te han seguido.

Vaiolet sintió que el aire le faltaba.

—Pero… ¿por qué a mí? ¿Por qué a mi madre?

El sacerdote la miró con gravedad.

—Esa es la pregunta que debes responder.

Ethan frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

Padre Adrián cruzó los brazos.

—Las personas que han sido marcadas… suelen tener algo en común. No siempre es el miedo. A veces, es conocimiento. A veces, es porque han descubierto algo que no debían saber.

Vaiolet sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Insinúas que mi madre sabía algo sobre ellos?

El sacerdote no respondió de inmediato.

—No lo sé. Pero su muerte no fue un simple asesinato.

El silencio se hizo pesado en la oficina.

Sor Amelia miró a Vaiolet con preocupación.

—Tu madre… ¿alguna vez habló de cosas extrañas? ¿De sombras? ¿De sentir que algo la seguía?

Vaiolet respiró hondo. No lo recordaba.

Pero sí recordaba que, en los días previos a su muerte, su madre actuaba diferente.

Dormía menos. Se sobresaltaba con los ruidos. Cerraba todas las puertas y ventanas. Y cuando pensaba que Vaiolet no la veía, se quedaba quieta en la oscuridad, como si estuviera esperando algo.

Algo que sabía que vendría por ella.

Ethan miró a Vaiolet con los ojos muy abiertos.

—Vaiolet… tu madre vio lo mismo que tú.

El corazón de la niña comenzó a latir con fuerza.

Si su madre los veía… significaba que había descubierto algo antes de morir.

Padre Adrián tomó la palabra.

—Si queremos entender qué quieren de ti, debemos averiguar qué sabía tu madre antes de que la mataran.

Sor Amelia se cruzó de brazos, visiblemente preocupada.

—Pero, ¿cómo? No hay registros de ella.

Vaiolet respiró hondo.

Había un lugar donde tal vez podía encontrar respuestas.

—La casa donde murió.

El sacerdote asintió lentamente.

—Entonces, es allí donde debemos ir.

El aire se volvió más pesado en la oficina.

Vaiolet sintió su estómago contraerse.

Regresar a ese lugar significaba revivir la peor noche de su vida.

Pero ahora lo entendía.

Si quería sobrevivir, debía descubrir por qué su madre murió.

Y lo más importante…

Debía averiguar qué era lo que ella sabía.

Vaiolet no podía dejar de mirar la puerta del orfanato.

Sabía que, al cruzarla, no habría vuelta atrás.

—¿Estás segura de esto? —preguntó Ethan a su lado, su voz apenas un susurro.

Vaiolet respiró hondo. No, no estaba segura. Pero necesitaba respuestas.

Padre Adrián terminó de ajustar su túnica y tomó una linterna.

—No podemos perder más tiempo. Entre más esperemos, más fuertes se vuelven.

Vaiolet sintió un escalofrío. Ellos sabían que ella iba a buscar la verdad.

Y no les iba a gustar.

El viaje a la casa de Vaiolet fue en silencio.

El orfanato quedaba en las afueras del pueblo, y la casa donde su madre murió estaba en una calle olvidada, donde pocas personas pasaban después del anochecer.

Cuando el coche se detuvo, Vaiolet sintió un nudo en el estómago.

La casa seguía igual.

Las ventanas rotas, la puerta vieja cubierta de polvo, las marcas de abandono en las paredes. Nadie había vivido allí desde la noche del asesinato.

Ethan tragó saliva.

—Parece que el tiempo se detuvo aquí.

Vaiolet no pudo responder.

Porque para ella, el tiempo sí se detuvo esa noche.

Padre Adrián encendió su linterna y avanzó primero.

—Si hay algo que tu madre dejó atrás, tenemos que encontrarlo.

Vaiolet lo siguió, con Ethan pisándole los talones.

El aire dentro de la casa estaba denso, cargado con el peso de los recuerdos.

Cada rincón estaba igual. La misma mesa. La misma lámpara rota. La misma alfombra donde su madre cayó sin vida.

Vaiolet sintió que su respiración se aceleraba.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Ethan.

El sacerdote observó la casa en silencio antes de responder.

—Busca en los lugares donde nadie más buscaría.

Vaiolet miró alrededor.

Las autoridades habían investigado el asesinato de su madre, pero lo trataron como un crimen común. Si su madre realmente sabía algo, lo habría escondido en un lugar donde solo ella lo encontraría.

Sus ojos se dirigieron al piso.

A la madera vieja que crujía cuando corría por la sala.

Recordó que su madre siempre le decía que no pisara fuerte en ese lugar.

Vaiolet se arrodilló y pasó la mano por el suelo.

Ethan la miró confundido.

—¿Qué haces?

Ella no respondió. Golpeó la madera con los nudillos.

El primer golpe sonó sólido.

El segundo también.

Pero el tercero…

Hueco.

Vaiolet sintió un escalofrío.

Con manos temblorosas, deslizó los dedos entre las grietas y tiró.

La madera cedió, revelando un pequeño compartimento oculto.

Dentro, había un cuaderno viejo y polvoriento.

Padre Adrián se arrodilló junto a ella y lo tomó con cuidado.

—Parece un diario —murmuró, pasando las páginas.

Vaiolet sintió su pecho tensarse.

—Es… el diario de mi madre.



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En el texto hay: misterio, sangre, hambre

Editado: 16.03.2025

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