Ellos están aquí

Capítulo 9: Atrapados en la Oscuridad

La casa donde murió la madre de Vaiolet estaba oscura y en ruinas, pero su presencia seguía ahí, latente en cada rincón. El aire era denso, pesado, cargado con una sensación de peligro inminente. Ellos sabían que estaban allí.

Vaiolet sostenía el diario con manos temblorosas. Sabía que dentro de esas páginas estaba la verdad sobre lo que su madre había descubierto antes de morir. Pero también sabía que esa verdad tenía un precio.

El Padre Adrián levantó la linterna y la dirigió hacia la entrada. La puerta estaba cerrada, pero nadie la había tocado. Había algo con ellos dentro de la casa.

Ethan tragó saliva.

—Nos encontraron…

Vaiolet sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Nos estaban esperando.

El silencio se volvió insoportable.

Cada crujido de la madera, cada sombra proyectada en la pared parecía moverse por sí sola. Vaiolet sintió que la oscuridad los envolvía, como si la casa misma estuviera viva.

El Padre Adrián frunció el ceño y sacó un frasco con un líquido oscuro de su túnica.

—No podemos enfrentarlos directamente, pero podemos mantenerlos a raya.

Se inclinó y comenzó a dibujar símbolos en el suelo con el líquido.

Vaiolet observó con curiosidad.

—¿Eso qué es?

—Algo para contenerlos… por ahora.

El primer símbolo quedó completo, y un sonido espantoso llenó la casa.

Un chirrido bajo, como un susurro distorsionado, como si algo intentara atravesar las paredes.

Vaiolet sintió el estómago encogerse.

—No les gusta eso…

Ethan miró alrededor, nervioso.

—¡Entonces hazlo más rápido!

El Padre Adrián continuó pintando símbolos alrededor de la sala mientras Vaiolet abría el diario de su madre.

Allí estaba la respuesta.

Con manos temblorosas, pasó las páginas.

Las notas eran caóticas, escritas con una caligrafía desesperada.

"No hay escapatoria. Una vez que los ves, nunca te dejan ir. Pero hay algo más… algo que no quieren que se sepa."

Vaiolet sintió un nudo en la garganta. Su madre sabía lo que ellos eran.

—Padre… —susurró—. Aquí dice que hay algo que no quieren que sepamos.

El sacerdote levantó la mirada.

—¿Qué cosa?

Vaiolet pasó más páginas, pero la escritura se volvía más errática.

Y luego, llegó a la última línea escrita.

"El miedo los alimenta, pero hay algo que los destruye. Algo que ellos temen…"

Pero antes de que pudiera seguir leyendo, las luces de la linterna parpadearon y se apagaron.

El aire se volvió helado.

Vaiolet sintió su piel erizarse.

Y entonces…

Los susurros comenzaron.

Una cacofonía de voces inhumanas se arrastró por la habitación. Susurros sin dueño, sin boca, llenando el aire con palabras que no pertenecían a este mundo.

—Vaiolet…

Ella sintió su cuerpo paralizarse.

Era la misma voz que había oído la noche en que su madre murió.

Ethan la agarró del brazo.

—¡Tenemos que salir de aquí!

El Padre Adrián terminó el último símbolo y un destello pálido iluminó la casa por un breve segundo.

Las sombras se retorcieron y un chillido inhumano resonó en el aire.

Vaiolet sintió un tirón en su pecho.

Ellos estaban enojados.

—¡Corre! —gritó el sacerdote.

Vaiolet sujetó el diario con fuerza y corrió junto a Ethan hacia la puerta.

El sacerdote la abrió con un empujón.

La brisa fría de la noche los golpeó en la cara mientras salían corriendo de la casa.

Cuando miraron hacia atrás, las sombras se encogían dentro de la casa, agitándose como si algo invisible las quemara.

Pero no estaban derrotadas.

Solo estaban esperando.

Vaiolet respiró agitadamente.

Había encontrado el diario de su madre. Había escapado con vida.

Pero en su mente, una sola pregunta resonaba una y otra vez.

¿Qué era lo que ellos temían?

La muerte de Sofía sumió al orfanato en un estado de terror absoluto.

Las monjas murmuraban oraciones en cada rincón, encendían velas en los pasillos y dejaban crucifijos en las puertas de las habitaciones. Pero ninguna de ellas podía ocultar la verdad.

Sabían que lo que acechaba en la oscuridad no podía ser detenido con rezos.

Las niñas dormían juntas, aferradas unas a otras, temblando con cada sonido en la noche.

Y Vaiolet, con el diario de su madre entre las manos, sabía que lo peor aún no había sucedido.

Porque Ellos estaban enojados.

Y esta vez, habían dejado claro que no se detendrían.

El grito desgarrador rompió la tranquilidad de la madrugada.

Vaiolet se incorporó en su cama con el corazón latiéndole en los oídos. No podía ser otra muerte.

Pero lo era.

Las puertas del pasillo se abrieron de golpe y las niñas corrieron en pánico. Una monja intentaba calmarlas, pero su voz estaba impregnada de miedo.

Vaiolet sintió un escalofrío cuando vio de dónde venía el grito.

La habitación de Sofía, una niña de siete años.

Cuando llegó a la puerta, su cuerpo se paralizó.

Ethan apareció detrás de ella, su rostro más pálido que nunca.

Sofía estaba muerta.

Su cuerpo yacía en la cama, los ojos abiertos, fijos en el techo. Su boca entreabierta, congelada en un grito que nunca terminó.

Vaiolet sintió su respiración entrecortada.

Había sucedido otra vez.

Las monjas entraron apresuradas. Algunas murmuraban oraciones, otras cubrían a Sofía con una sábana blanca.



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En el texto hay: misterio, sangre, hambre

Editado: 16.03.2025

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