La respuesta del Templo llegó con una celeridad que heló la sangre de los presentes. La noche aún no había cedido ante el amanecer cuando un golpe seco y resonante sacudió la puerta del orfanato. Un mensajero, envuelto en una túnica de un negro tan profundo que parecía absorber la poca luz de las velas, se presentó ante el Padre Adrián. Su rostro, oculto tras la capucha, era una sombra más en la penumbra, y su voz, grave y pausada, resonó con una autoridad inquietante.
—No se trata de un fenómeno aislado —anunció, extendiendo un pergamino sellado con cera roja—. La propagación ha comenzado, extendiéndose como una mancha de aceite en un lienzo oscuro. En los templos más antiguos, donde los ecos de la fe resuenan con fuerza; en los barrios olvidados, donde la desesperanza se arrastra por las calles empedradas; en los hospitales donde la desesperación pesa como un sudario, donde la vida y la muerte se entrelazan en una danza macabra. Ellos han encontrado una grieta en nuestra realidad, una brecha en el tejido de lo conocido, y la están expandiendo, alimentándose de la oscuridad que reside en los corazones humanos.
Vaiolet, que había permanecido cerca junto a Ethan y Sor Amelia, sintió un escalofrío recorrer su espalda, un presagio helado que le advertía del peligro inminente. La descripción del mensajero evocaba imágenes de una pesadilla que se extendía por todo el país, una plaga invisible que consumía la esperanza y la cordura.
—¿Cómo los detenemos? —preguntó Vaiolet con voz firme, desafiando el miedo que intentaba paralizarla.
El mensajero la miró fijamente. Sus ojos, oscuros y profundos, parecían pozos sin fondo, espejos que reflejaban la oscuridad que habitaba en el interior de cada ser humano.
—No podemos detener lo que no comprendemos —respondió con una voz que resonaba con una sabiduría ancestral—. Solo podemos resistir, mantenernos firmes ante la tormenta, como un faro en la noche, guiando a los perdidos hacia la luz.
El Padre Adrián tomó el pergamino con manos temblorosas y rompió el sello de cera roja. Dentro, la carta, escrita con una caligrafía precisa y elegante, era clara y concisa:
"El Templo ha identificado la expansión de la anomalía. Se han detectado manifestaciones en ciudades y pueblos donde la desesperación es más fuerte, donde la oscuridad se ha arraigado en los corazones humanos. No son demonios, ni espíritus, ni espectros de pesadilla. Son algo más antiguo, algo que ha estado esperando su momento, observando desde las sombras, aguardando el instante preciso para emerger. El orfanato es un punto clave, un nexo entre este mundo y el suyo. Manténganse firmes, no los dejen entrar, no permitan que la oscuridad los consuma."
El silencio que siguió a la lectura de la carta fue helado, opresivo, cargado de una tensión palpable. Ethan tragó saliva, su mirada fija en el mensajero.
—Si no son demonios, ¿qué son? —preguntó con voz ronca, intentando calmar el miedo que le atenazaba la garganta.
El mensajero apretó los labios, su rostro oculto en la sombra de la capucha.
—No lo sabemos con certeza —respondió—. Pero sabemos que escuchan, que perciben nuestros pensamientos, que se alimentan de nuestras emociones.
Sor Amelia dio un paso atrás, santiguándose con fervor, susurrando oraciones entrecortadas.
—Dios nos proteja… —murmuró, su voz temblorosa.
Pero Vaiolet no compartía esa fe ciega, esa creencia de que la oración sería suficiente para detener la oscuridad. Sabía que la fe, por sí sola, no iba a salvarlos.
—Si ellos escuchan —murmuró, recordando las voces que la atormentaban en las noches, los susurros que se filtraban en sus sueños—, entonces también podemos hablarles, podemos intentar comunicarnos con ellos.
El Padre Adrián frunció el ceño, preocupado por la temeridad de Vaiolet.
—No puedes arriesgarte así, Vaiolet —dijo con voz grave—. No sabes a qué te enfrentas.
Ella lo miró fijamente, con una determinación que desafiaba el miedo.
—Mi madre descubrió algo antes de morir, algo que hizo que ellos la mataran, que la silenciaran para siempre. Si queremos saber qué son, si queremos encontrar la forma de detenerlos, necesito encontrar lo que ella supo, descifrar los secretos que ella guardaba.
El mensajero pareció considerar sus palabras, su mirada fija en Vaiolet, como si intentara leer su alma.
—Tu madre dejó algo atrás, un rastro, un eco de su conocimiento —dijo con voz pausada—. Pero buscar respuestas tiene un costo, un precio que a menudo es demasiado alto.
Vaiolet ya lo sabía. Había pagado ese costo toda su vida, cargando con el peso de un legado oscuro, persiguiendo sombras que la atormentaban.
—Estoy lista —dijo con voz firme, desafiando el miedo que intentaba paralizarla.
El mensajero la observó un instante más, luego asintió lentamente, como si aprobara su valentía.
—Entonces prepárate —dijo con voz grave—. Porque cuando preguntes, Ellos responderán, y sus respuestas no siempre son fáciles de escuchar.
Y la pregunta que resonaba en el aire, cargada de incertidumbre y temor, era… ¿Estaría lista para escuchar la verdad, para enfrentar las respuestas que la oscuridad tenía reservadas para ella?
Editado: 16.03.2025