La oscuridad que se cernió sobre la capilla tras el apagón de las velas no era simplemente la ausencia de luz, sino una entidad palpable, una presencia fría y opresiva que llenaba cada rincón con un peso insoportable. El susurro, ahora un eco resonante que vibraba en los huesos, se había convertido en la voz de la oscuridad misma, una promesa de terror que helaba la sangre y paralizaba el alma.
Vaiolet, con el diario de su madre entre las manos, sentía un miedo paralizante, un terror ancestral que amenazaba con consumirla por completo. Sin embargo, la determinación de descubrir la verdad, de honrar la memoria de su madre, la mantenía firme, como un faro en la tormenta. Ethan, a su lado, apretaba los puños con fuerza, sus nudillos blancos por la tensión, su respiración agitada llenando el silencio con un eco de miedo y determinación. El Padre Adrián, con el rostro pálido y los ojos cerrados, parecía rezar en silencio, buscando la fuerza divina para enfrentar la oscuridad que los rodeaba, un escudo invisible contra el terror.
—"El juego ha comenzado" —repitió Vaiolet, su voz un susurro apenas audible, resonando con una mezcla de miedo y desafío—. ¿Qué significa eso? ¿Qué clase de juego es este?
El silencio respondió con un eco de risas distorsionadas, un sonido que parecía provenir de todas partes a la vez, como si la oscuridad misma se burlara de su impotencia.
—Significa que ya no hay vuelta atrás, pequeña Vaiolet —susurró una voz, esta vez más cercana, como si estuviera justo detrás de ellos, susurrando al oído—. Significa que la verdad será revelada, aunque duela, aunque queme, aunque destruya todo lo que conoces.
De repente, una luz tenue emergió del centro de la capilla, un resplandor azulado que iluminó una figura espectral, una aparición que heló la sangre de los presentes. Era una mujer, su rostro pálido y demacrado, sus ojos vacíos y oscuros como pozos sin fondo. Vaiolet reconoció la figura al instante: era su madre, un fantasma que regresaba de las sombras.
—Mamá... —susurró Vaiolet, con lágrimas en los ojos, una mezcla de incredulidad y esperanza.
La figura de su madre se acercó lentamente, su mirada fija en Vaiolet, como si buscara algo en su interior.
—Hija —susurró la figura, su voz un eco distante, un susurro que resonaba en el alma—, debes encontrar la llave, la llave que abre todas las puertas. Debes abrir la puerta, la puerta que separa la luz de la oscuridad.
—¿Qué llave? ¿Qué puerta? —preguntó Vaiolet, con la voz temblorosa, intentando descifrar el enigma.
La figura de su madre extendió una mano, mostrando un colgante que brillaba con la misma luz azulada, un objeto que parecía contener un poder ancestral.
—La llave está en ti, pequeña Vaiolet —susurró la figura, su voz desvaneciéndose—. Debes recordar, debes despertar la memoria que duerme en tu interior.
En ese momento, la figura de su madre comenzó a desvanecerse, su luz azulada apagándose lentamente, como una vela que se consume en la oscuridad.
—¡Espera! —gritó Vaiolet, extendiendo la mano para alcanzarla, para retenerla—. ¡No te vayas! ¡Dime qué significa todo esto!
Pero era demasiado tarde. La figura de su madre desapareció, dejando tras de sí un eco de su voz: "Recuerda... despierta...".
La oscuridad volvió a envolver la capilla, el silencio opresivo llenando el espacio con una tensión insoportable. Vaiolet, con lágrimas en los ojos, apretó el colgante en su mano, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda, una conexión misteriosa con el objeto.
—¿Qué fue eso? —preguntó Ethan, con la voz temblorosa, intentando comprender lo que acababa de presenciar.
—Era mi madre —respondió Vaiolet, con la voz entrecortada, una mezcla de tristeza y determinación—. Ella me dijo que debo encontrar la llave, que debo abrir la puerta.
El Padre Adrián abrió los ojos, su rostro pálido y preocupado, reflejando la luz tenue de las velas que se habían encendido automáticamente.
—¿Qué llave? ¿Qué puerta? —preguntó, buscando respuestas en la mirada de Vaiolet.
Vaiolet miró el colgante en su mano, sintiendo una extraña conexión con él, una certeza de que la respuesta estaba ahí, en algún lugar de su memoria, esperando ser despertada.
—No lo sé —dijo Vaiolet, con la voz temblorosa pero firme—. Pero lo descubriré, aunque tenga que enfrentarme a la oscuridad misma.
En ese momento, un grito resonó en el exterior de la capilla, un grito de terror que heló la sangre de los presentes, seguido de un estruendo que sacudió los cimientos del orfanato.
—¡Están aquí! —gritó una voz, seguida de un coro de gritos y susurros distorsionados.
La oscuridad había invadido el orfanato, extendiendo sus tentáculos por cada pasillo, cada habitación, cada rincón. El juego había comenzado, y la batalla por la verdad y la supervivencia estaba a punto de desatarse.
Editado: 16.03.2025