Ellos están aquí

Capítulo 15: Recuerda

El grito desgarrador resonó en el orfanato, un eco de terror que se mezcló con el estruendo de puertas y ventanas que se abrían de golpe, como si una fuerza invisible las arrancara de sus goznes. La oscuridad, como una marea negra y viscosa, invadió los pasillos, filtrándose por cada rendija, llenando cada rincón con su presencia fría y opresiva, un peso insoportable que aplastaba el alma.

Vaiolet, con el colgante de su madre en la mano, sintió un escalofrío recorrer su espalda, un presagio helado que le advertía del peligro inminente. Sabía que el momento de la verdad había llegado, el instante en que el pasado y el presente se entrelazarían en una danza macabra. La oscuridad había venido a reclamar lo que le pertenecía, a recuperar el poder que su madre había intentado arrebatarle.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó Ethan, su voz resonando con urgencia, intentando romper el hechizo del terror que los paralizaba.

El Padre Adrián, con el rostro pálido pero firme, asintió, su mirada llena de determinación.

—Reúnan a las niñas —ordenó, su voz resonando con autoridad—. Debemos encontrar un lugar seguro, un refugio donde podamos resistir la tormenta.

Las monjas, con los ojos llenos de terror y las manos temblorosas, se movieron con rapidez, guiando a las niñas hacia la capilla, el único lugar que aún permanecía iluminado por la tenue luz de las velas, un faro de esperanza en la oscuridad.

Vaiolet, Ethan y el Padre Adrián se quedaron atrás, preparados para enfrentar lo que viniera, para defender a los inocentes de la oscuridad que los acechaba. La oscuridad se movía a su alrededor, susurrando promesas de terror y desesperación, intentando quebrar su voluntad.

De repente, figuras sombrías comenzaron a emerger de la oscuridad, deslizándose por los pasillos como fantasmas, espectros que se materializaban a partir de las sombras. Sus ojos brillaban con una luz roja, como brasas incandescentes, sus rostros contorsionados en muecas de odio y sed de venganza.

—¡Son ellos! —gritó Ethan, levantando un crucifijo en su mano, como si intentara repeler a los demonios con un símbolo de fe.

Las figuras sombrías se abalanzaron sobre ellos, sus garras afiladas como cuchillas, sus movimientos rápidos y precisos. Vaiolet, con el colgante de su madre brillando en su mano, sintió una fuerza extraña recorrer su cuerpo, una energía ancestral que fluía a través de ella.

—¡No los dejaremos pasar! —gritó, levantando el colgante en alto, como si invocara un poder oculto.

Una luz azulada emanó del colgante, repeliendo a las figuras sombrías, obligándolas a retroceder. Estas gruñeron con frustración, sus ojos rojos brillando con furia.

—¡Corran! —gritó el Padre Adrián, guiándolos hacia la capilla, donde las niñas y las monjas se refugiaban.

Llegaron a la capilla justo a tiempo, antes de que las figuras sombrías pudieran alcanzarlos. Las criaturas se arremolinaban en la entrada, intentando entrar, sus garras arañando la puerta de madera. El Padre Adrián cerró la puerta con fuerza, bloqueando el paso a las criaturas, creando una barrera entre la luz y la oscuridad.

—Debemos resistir —dijo el sacerdote, su voz resonando con determinación, un eco de esperanza en la oscuridad—. No podemos dejar que nos consuman, que nos arrastren a su abismo.

Las niñas, acurrucadas en el centro de la capilla, lloraban en silencio, sus sollozos llenando el espacio con un eco de miedo. Las monjas, con los ojos llenos de terror, rezaban con fervor, buscando consuelo en sus oraciones.

Vaiolet, mirando el colgante en su mano, sintió una conexión profunda con su madre, una certeza de que la respuesta estaba ahí, en algún lugar de su memoria, esperando ser despertada.

—Debo recordar —murmuró, cerrando los ojos, buscando en su interior los recuerdos ocultos.

De repente, imágenes comenzaron a inundar su mente, fragmentos de un pasado olvidado. Vio a su madre, rodeada de libros y pergaminos, estudiando símbolos extraños, descifrando lenguajes antiguos. Escuchó su voz, susurrando palabras en un idioma desconocido, un lenguaje que resonaba con un poder ancestral.

—La llave... la puerta... —murmuró Vaiolet, abriendo los ojos, la claridad iluminando su mirada.

Miró el colgante en su mano, y la respuesta se hizo clara, como un rayo de luz en la oscuridad. La llave no era un objeto físico, sino un conocimiento ancestral, un lenguaje olvidado, un poder que residía en su interior. La puerta era la barrera entre este mundo y el de las sombras, una barrera que su madre había intentado cerrar, un portal que la oscuridad intentaba abrir.

—Sé lo que debemos hacer —dijo Vaiolet, levantándose, su voz resonando con una nueva determinación.

Miró a Ethan y al Padre Adrián, sus ojos brillando con una luz azulada, un reflejo del poder que fluía a través de ella.

—Debemos hablar su lenguaje —dijo—. Debemos cerrar la puerta, sellar el portal, devolverlos a la oscuridad de donde vinieron.

Las figuras sombrías, al escuchar sus palabras, gruñeron con furia, sus ojos rojos brillando con una intensidad aterradora. Sabían que su juego estaba a punto de terminar, que la luz estaba a punto de prevalecer sobre la oscuridad.



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En el texto hay: misterio, sangre, hambre

Editado: 16.03.2025

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