El vértigo fue lo primero que sintieron al atravesar el portal. La sensación de caer en un abismo sin fondo les hizo contener la respiración, mientras sombras danzaban a su alrededor, susurrando palabras incomprensibles. Y entonces, de repente, el suelo.
Vaiolet cayó de rodillas, sintiendo la superficie fría y húmeda bajo sus manos. A su alrededor, Ethan y el Padre Adrián recuperaban el aliento, intentando procesar lo que acababa de suceder. Levantó la vista y sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Estaban en la ciudad de la visión.
El aire era denso, cargado de un olor rancio y metálico. Las calles, hechas de piedra negra, se extendían como un laberinto interminable, flanqueadas por edificios antiguos y deformes, como si el tiempo y la oscuridad los hubieran corroído. No había cielo, solo una cúpula de sombras que palpitaban como un ser vivo.
—Esto no es solo una ciudad… —murmuró el Padre Adrián, haciendo la señal de la cruz—. Es una tumba.
Vaiolet se puso de pie, con el colgante brillando débilmente contra su pecho. No había duda: este era el origen de la oscuridad. Pero si querían destruirla, tendrían que encontrar el altar de la visión.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Ethan, mirando con desconfianza las sombras que parecían moverse en los rincones—. ¿Por dónde empezamos?
Vaiolet cerró los ojos y se concentró en el colgante. Como si respondiera a su llamado, la piedra azul emitió un resplandor que formó un sendero tenue en el suelo, como un hilo de luz guiándolos a través de la negrura.
—Por aquí —dijo con determinación.
Avanzaron con cautela, sintiendo la ciudad observarlos, respirar con cada paso que daban. A veces, figuras distantes emergían de las sombras: criaturas deforme con ojos brillantes, susurros sin boca, sombras sin dueño. Pero no se acercaban. No aún.
Tras un tiempo que se sintió eterno, llegaron a la plaza central. Y allí estaba el altar.
Era una estructura ciclópea, hecha de la misma piedra oscura de la ciudad, pero cubierta de inscripciones que parecían retorcerse y cambiar bajo la mirada. Encima, una figura encapuchada permanecía inmóvil, como si los estuviera esperando.
—Sabía que vendrían… —dijo una voz profunda y rasposa.
Vaiolet apretó los puños.
—¿Quién eres?
La figura levantó el rostro, dejando ver un rostro pálido y esquelético, con ojos vacíos que ardían con una luz espectral.
—Soy el Guardián del Corazón de la Oscuridad. Y ustedes… ustedes han venido a destruir lo que nunca debió ser despertado.
El aire se volvió más frío. Las sombras alrededor del altar comenzaron a moverse, tomando forma, alzándose como espectros listos para atacar.
Ethan sacó su arma. El Padre Adrián murmuró una oración. Y Vaiolet, con el colgante brillando con más intensidad que nunca, supo que no había vuelta atrás.
La batalla por la luz había comenzado.
El Guardián del Corazón de la Oscuridad extendió su brazo esquelético hacia ellos. Desde las sombras que lo rodeaban, figuras espectrales emergieron con ojos brillantes y cuerpos retorcidos, listos para atacar.
—Han cometido un error al venir aquí —susurró con una voz que resonó como un eco hueco—. No hay salvación para los niños. No hay salvación para ustedes.
Vaiolet sintió un escalofrío, pero no retrocedió. El colgante en su cuello resplandecía con un fulgor cada vez más intenso, como si respondiera a la amenaza que los rodeaba.
—No podemos dar marcha atrás —dijo ella, con los dientes apretados—. Vinimos a destruir esta oscuridad desde su raíz.
Ethan desenvainó su cuchillo con rapidez, su mirada fija en las criaturas que comenzaban a moverse.
—¿Tienes un plan, Vaiolet? —preguntó en voz baja.
El Padre Adrián se adelantó, sosteniendo su crucifijo con firmeza.
—La oscuridad no puede ser destruida con acero o palabras vacías. Pero la luz… la luz siempre encuentra un camino.
El Guardián inclinó la cabeza, como si las palabras del sacerdote le divirtieran. Luego, con un gesto lento, señaló el altar detrás de él.
—Creen que pueden destruir la oscuridad, pero no comprenden su propósito. No es un mal sin sentido, no es solo muerte y sufrimiento. Es equilibrio. Es lo que existía antes de la luz.
Vaiolet ignoró sus palabras y fijó la vista en el altar. Era una estructura imponente, hecha de la misma piedra negra que la ciudad, pero cubierta de símbolos que parecían moverse, como si estuvieran vivos. Algo en su interior latía, una presencia oscura y pulsante.
El colgante vibró contra su pecho, reaccionando a la energía del altar.
—Esa cosa… —murmuró Ethan—. Es el Corazón, ¿verdad?
El Padre Adrián asintió lentamente.
—El núcleo de toda esta maldad. Si lo destruimos, todo esto caerá.
—Si logran tocarlo… —susurró el Guardián, con una sonrisa torcida—, tal vez sean ustedes quienes caigan primero.
De repente, las sombras alrededor del altar se arremolinaron como un torbellino. Las criaturas espectrales cargaron contra ellos.
—¡Cuidado! —gritó Ethan, lanzándose a un lado para esquivar a una de las figuras sombrías.
Vaiolet sintió que una garra helada intentaba sujetarla, pero el colgante brilló con tanta intensidad que la criatura chilló y se desvaneció.
—¡El colgante las ahuyenta! —exclamó.
El Padre Adrián levantó su crucifijo y pronunció una oración en latín. La luz dorada que emanó de él hizo retroceder a las criaturas, aunque no por mucho tiempo.
Ethan, sin perder tiempo, se movió hacia el altar.
—¡Vaiolet! Si ese colgante es la clave, usa su poder ahora.
Ella lo sabía. Era el único camino.
Corrió hacia el altar, sintiendo la presión de la oscuridad tratando de detenerla. Pero cuanto más se acercaba, más fuerte brillaba el colgante, hasta que su luz fue tan cegadora que las sombras comenzaron a disolverse en el aire.
El Guardián rugió.
—¡No!
Con un último paso, Vaiolet extendió su mano y colocó el colgante sobre el Corazón de la Oscuridad.
Editado: 08.04.2025