El aire seguía cargado con el eco de la explosión de luz. Vaiolet respiró hondo, tratando de estabilizar su cuerpo aún tembloroso. A su alrededor, el orfanato se veía intacto, como si nada hubiera pasado. Pero algo dentro de ella sabía que todo había cambiado.
Ethan fue el primero en romper el silencio.
—¿Lo logramos? —su voz sonaba incrédula.
Vaiolet miró sus manos. El colgante seguía allí, pero la piedra azul que antes resplandecía con fuerza ahora estaba opaca, como si toda su energía se hubiera drenado.
El Padre Adrián se arrodilló, apoyando las manos en el suelo. Sus labios murmuraban una oración de agradecimiento.
—La oscuridad… ha desaparecido.
Pero Vaiolet sintió un escalofrío en la espalda. No estaba segura de que la oscuridad hubiera sido destruida por completo. La Ciudad de la Visión, el Guardián, el Corazón de la Oscuridad… todo eso se había desvanecido, sí, pero la sensación de una presencia acechante aún persistía en lo más profundo de su ser.
Los niños comenzaron a despertarse, confundidos, algunos sollozando suavemente. La hermana Beatriz apareció en la entrada del pasillo, con el rostro pálido y los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué… qué ha sucedido? —preguntó, su voz apenas un susurro.
Vaiolet intercambió una mirada con Ethan y el Padre Adrián antes de responder.
—Es una larga historia.
La hermana Beatriz asintió, aunque la preocupación no abandonó su expresión.
Ethan ayudó a Vaiolet a levantarse.
—Necesitamos asegurarnos de que todo esté realmente bien.
El Padre Adrián se puso de pie con dificultad, aún sosteniendo su crucifijo.
—Y asegurarnos de que la oscuridad no haya dejado rastros en este mundo.
Vaiolet miró el colgante una última vez antes de guardarlo en su bolsillo. Aunque su luz se había extinguido, algo le decía que su historia con la oscuridad aún no había terminado.
El orfanato estaba en calma, pero en el aire aún flotaba la sensación de algo inacabado. Vaiolet observó a los niños, que poco a poco iban despertando de su letargo. Algunos sollozaban suavemente, otros miraban a su alrededor con expresión confusa.
—¿Realmente hemos acabado con la oscuridad? —murmuró Ethan, cruzado de brazos.
El Padre Adrián, con la mirada clavada en el crucifijo que sostenía, suspiró profundamente.
—La oscuridad es persistente —dijo—. Puede haber sido contenida, pero siembra raíces donde menos lo esperamos.
Vaiolet no respondió. Se acercó a uno de los niños, una niña de rizos oscuros que la miraba fijamente.
—¿Estás bien? —preguntó con suavidad.
La niña asintió lentamente, pero antes de que Vaiolet pudiera alejarse, le tomó la muñeca con una fuerza inesperada.
—Él sigue aquí —susurró.
Vaiolet sintió que la piel se le erizaba.
—¿De quién hablas?
La niña la soltó y bajó la mirada, como si acabara de decir algo prohibido.
—El Guardián. Él nos observa.
Ethan y el Padre Adrián intercambiaron una mirada de alerta.
—No puede ser —susurró Ethan—. Lo vimos desaparecer. La ciudad colapsó.
Vaiolet se incorporó lentamente. Su corazón latía con fuerza.
—Entonces… ¿qué fue lo que realmente destruimos?
Un crujido en la madera del pasillo la hizo girarse. La luz de las lámparas titiló por un instante y, por una fracción de segundo, Vaiolet sintió que una sombra más oscura que la noche se deslizaba entre las paredes.
La oscuridad no había desaparecido. Solo estaba esperando.
El silencio que siguió fue denso, casi sofocante. Ethan llevó instintivamente la mano a su cuchillo, aunque sabía que las armas convencionales no servían contra lo que habían enfrentado. El Padre Adrián apretó su crucifijo y murmuró una oración en latín.
Vaiolet dio un paso adelante, mirando hacia el pasillo donde había visto la sombra moverse.
—Si el Guardián sigue aquí… significa que no destruimos el Corazón de la Oscuridad.
Ethan negó con la cabeza.
—No, lo vimos desvanecerse. Todo colapsó.
—¿Y si solo sellamos la ciudad, pero no su esencia? —preguntó el Padre Adrián en voz baja.
Vaiolet sintió que un escalofrío recorría su espalda. Se acercó a la ventana más cercana y miró hacia el exterior. La noche se extendía como un velo negro sobre el orfanato, pero algo estaba mal. El viento no se movía, los árboles estaban demasiado quietos. Era como si el mundo estuviera conteniendo la respiración.
Entonces, lo sintió.
No era solo la sensación de ser observada. Era una presencia, algo que se filtraba en el aire como veneno invisible.
Y luego, la voz.
—¿Creíste que sería tan fácil?
El sonido no vino de ninguna parte en particular. Retumbó dentro de sus cabezas, gélido, lleno de burla.
Vaiolet se volvió de golpe, buscando el origen, pero todo lo que vio fue la luz de las lámparas temblando, como si algo estuviera absorbiendo su brillo.
Los niños comenzaron a llorar de nuevo, inquietos, como si sintieran lo mismo.
—Se está manifestando… —murmuró el Padre Adrián.
Ethan dio un paso adelante, mirando fijamente la sombra que se deslizaba por las paredes.
—Si no hemos acabado con él, ¿qué debemos hacer?
Vaiolet llevó la mano al colgante. Aunque la piedra estaba opaca, sintió un leve calor en su palma. Tal vez no estaba completamente agotado.
—Tenemos que enfrentarlo —dijo con firmeza—. Pero esta vez, aquí. En nuestro mundo.
El Guardián se rió, un sonido hueco y distorsionado que hizo temblar las ventanas.
—Entonces ven. Estoy esperando.
La luz de las lámparas parpadeó violentamente y, por un instante, el orfanato se sumió en la oscuridad absoluta.
Y cuando volvió la luz… la entrada del pasillo estaba cubierta de símbolos oscuros, retorcidos, palpitantes como venas de una criatura viva.
El Guardián no solo había sobrevivido.
Se estaba preparando para volver.
Editado: 08.04.2025