El orfanato entero pareció estremecerse con la presencia del Guardián. Las sombras en las paredes vibraban, susurrando en un lenguaje que no pertenecía a este mundo. La oscuridad no había sido erradicada; solo había encontrado una nueva forma de existir, y ahora reclamaba su territorio.
Vaiolet sintió un nudo en la garganta. Su mano temblorosa sostuvo el colgante, esperando que respondiera, que le diera alguna señal de que aún tenía poder. Pero la piedra azul seguía opaca, inerte, como si el último enfrentamiento hubiera drenado hasta la última chispa de su luz.
Ethan desenfundó su cuchillo, aunque sabía que era inútil contra algo como esto.
—No me gusta cómo se siente esto —dijo en voz baja, sus ojos recorriendo las sombras que se movían por las paredes—. Nos está acorralando.
El Padre Adrián avanzó con el crucifijo al frente, su voz firme pero temblorosa.
—Exorcizamus te, omnis immundus spiritus...
Las palabras sagradas resonaron en el aire, pero las sombras no se disiparon. Al contrario, se retorcieron como si se burlaran de él.
—Eso no funcionará esta vez.
La voz del Guardián resonó por todas partes, fría y burlona.
Vaiolet sintió su sangre helarse. Era la primera vez que lo escuchaba en este mundo, sin el eco de la Ciudad de la Visión distorsionando su voz. Aquí sonaba más real… más presente.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz firme, ocultando su miedo.
Un susurro recorrió las paredes, una risa contenida en la penumbra.
—Ustedes me trajeron aquí. Creyeron que me habían destruido, pero solo me dieron un nuevo hogar. Ahora formo parte de este mundo, y este mundo será mío.
Las sombras comenzaron a descender de las paredes, tomando forma. No eran simples espectros; tenían ojos brillantes y alargadas garras de oscuridad líquida.
Los niños gritaron.
Vaiolet se puso en guardia.
—Tenemos que sacarlo de aquí —dijo Ethan, interponiéndose entre las criaturas y los niños—. Si sigue arraigándose a este lugar, nunca podremos erradicarlo.
—Pero el colgante… —Vaiolet miró la piedra sin brillo—. No sé si aún tiene poder suficiente.
El Padre Adrián cerró los ojos, como si buscara la respuesta en su fe. Luego los abrió con determinación.
—No es solo el colgante. Es la voluntad de la luz contra la oscuridad. Si logramos canalizar su poder de nuevo, podemos forzarlo a regresar al abismo del que vino.
Las sombras se movieron. El Guardián no esperaría más.
—Intenten lo que quieran. No pueden expulsarme. Yo soy el equilibrio. Ustedes son los intrusos.
Las criaturas avanzaron con velocidad inhumana.
Vaiolet cerró los ojos y se aferró al colgante, concentrándose con todas sus fuerzas. Tenía que haber una forma.
Las sombras estaban sobre ellos.
Ethan esquivó el primer ataque y hundió su cuchillo en el cuerpo de una de las criaturas. La hoja atravesó la oscuridad, pero no encontró resistencia. La sombra se rió y lo arrojó al suelo con una fuerza descomunal.
El Padre Adrián alzó su crucifijo, y un destello de luz emanó de él, lo suficiente para hacer retroceder a las criaturas por un segundo. Pero solo por un segundo.
Vaiolet sintió la desesperación apoderarse de ella. Debía hacer algo. Ahora.
Y entonces, una voz surgió dentro de su mente.
"El Corazón de la Oscuridad no fue destruido. Solo se fragmentó."
Abrió los ojos de golpe.
—El Corazón… —susurró.
—¿Qué? —preguntó Ethan, poniéndose de pie.
—No lo destruimos. Lo partimos en fragmentos, y uno de ellos sigue dentro de mí.
El Guardián rió.
—Al fin lo comprendes.
La oscuridad comenzó a converger en un solo punto, justo frente a ellos. Poco a poco, la figura del Guardián tomó forma nuevamente: alto, esquelético, con un rostro pálido y vacío donde solo ardían dos luces espectrales.
—Siempre fui parte de ti, Vaiolet. Desde el momento en que entraste en la Ciudad de la Visión, llevaste conmigo una parte de mi esencia. No puedes destruirme sin destruirte a ti misma.
Vaiolet sintió que le faltaba el aire.
El colgante… la conexión… Ella era el conducto.
Ethan la miró con preocupación.
—No lo escuches. Siempre miente.
Pero Vaiolet sabía que era cierto. Había traído al Guardián de vuelta con ella.
Las sombras la rodearon, envolviéndola como un torbellino oscuro.
El Padre Adrián gritó su nombre.
Ethan corrió hacia ella, pero una barrera de sombras lo detuvo.
Y entonces, sintió el frío absoluto.
Su visión se oscureció. Su cuerpo dejó de responderle.
Estaba dentro de la sombra.
Vaiolet abrió los ojos.
No estaba en el orfanato.
Estaba en un espacio infinito, donde la luz y la oscuridad se fundían en un remolino caótico. Frente a ella, el Guardián la observaba con su rostro vacío.
—Ahora entiendes. No puedes huir de mí. Porque yo soy parte de ti.
Vaiolet sintió su corazón latir con fuerza.
—Si soy parte de ti… —susurró— entonces tú también eres parte de mí.
El Guardián inclinó la cabeza.
—¿Qué intentas decir?
Vaiolet cerró los ojos y se concentró. Buscó dentro de sí, más allá del miedo, más allá del poder oscuro que la rodeaba.
Y ahí, en lo más profundo, encontró la chispa.
El último resquicio de luz.
Abrió los ojos.
—Si una parte tuya está dentro de mí, entonces yo puedo decidir qué hacer con ella.
El Guardián retrocedió.
Vaiolet apretó el colgante con todas sus fuerzas y dejó que su luz fluyera. Sintió el poder recorrerla, ardiendo en su interior como una llamarada.
Las sombras comenzaron a desgarrarse.
El Guardián gritó.
—¡No!
Editado: 08.04.2025