Ellos están aquí

Capítulo 29: Oscuridad

El mundo tembló cuando la sombra emergió de la grieta. Su esencia oscura se extendió como un veneno a través del cielo, cubriendo el firmamento con nubes negras que giraban en espirales amenazantes. Donde su presencia se expandía, la luz se extinguía, y una frialdad antinatural se asentó en la atmósfera.

Vaiolet, Ethan y el Padre Adrián observaron con horror desde la distancia. Habían logrado escapar del orfanato y ahora se refugiaban en una cueva en las montañas. Desde allí, podían ver el cielo oscurecido por la presencia de la sombra y escuchar el eco de lo que parecían ser gritos distantes, como si el mundo estuviera reaccionando ante su llegada.

—Nunca había visto algo así —murmuró Ethan, apretando los puños. Su mirada estaba fija en la oscuridad que se expandía más allá del horizonte.

El Padre Adrián, con el rostro pálido, cerró los ojos en oración.

—El infierno ha sido desatado sobre la Tierra.

Vaiolet sintió el colgante palpitar contra su pecho, como si respondiera a la energía caótica que los rodeaba. Sabía que no podían quedarse ocultos por mucho tiempo. Debían moverse, encontrar respuestas antes de que todo fuera consumido.

—El colgante me mostró un lugar —dijo con determinación—. Una biblioteca antigua, donde podríamos encontrar la verdad sobre la Sangre Antigua y cómo detener esto.

Ethan asintió de inmediato.

—Entonces, nos movemos al amanecer.

Pero el amanecer nunca llegó.

El cielo seguía oscurecido por la sombra, y la luz del sol se filtraba apenas en tenues resplandores rojizos. La temperatura había descendido de manera alarmante, como si la presencia de la criatura estuviera drenando el calor mismo del planeta.

Mientras descendían por la montaña, vieron los estragos de la oscuridad en cada dirección. No había señal de radio ni internet. La civilización estaba colapsando lentamente, sumida en un miedo que se propagaba sin necesidad de palabras.

Pero lo peor llegó cuando divisaron lo que quedaba de una pequeña aldea al pie de la montaña.

Ethan fue el primero en notar el movimiento entre los escombros.

—¡Hay sobrevivientes! —exclamó, corriendo hacia las ruinas.

Vaiolet y el Padre Adrián lo siguieron de cerca, pero al llegar a la plaza central de la aldea, se detuvieron de golpe.

No eran sobrevivientes.

Eran sombras.

Figuras humanoides, alargadas y deformadas, con ojos brillantes como brasas, se movían entre los escombros. Su mera presencia emanaba una frialdad antinatural.

—No son humanos… —susurró Vaiolet, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.

Uno de los seres giró su cabeza hacia ellos, con un crujido grotesco. Luego, como si hubieran recibido una orden silenciosa, todos los espectros se lanzaron hacia el grupo.

—¡Corran! —gritó Ethan, sacando su cuchillo.

Vaiolet levantó el colgante, y un destello azul emanó de él, deteniendo momentáneamente a las criaturas. El Padre Adrián levantó su crucifijo y comenzó a recitar oraciones con voz firme, obligando a las sombras a retroceder unos pasos.

Pero sabían que no podrían contenerlas por mucho tiempo.

Se lanzaron hacia la salida del pueblo, esquivando escombros y saltando grietas en la tierra. Las sombras los perseguían incansables, deslizándose como espectros de pesadilla. La adrenalina los impulsó hasta que, finalmente, lograron cruzar un viejo puente de piedra sobre un río embravecido. Ethan, con un último esfuerzo, lanzó una granada que llevaba consigo y la estructura explotó, cortando el paso a sus perseguidores.

El silencio que siguió fue inquietante.

Agotados y sin aliento, los tres se recostaron contra una pared de roca.

—Esto… esto no es solo oscuridad —jadeó Ethan—. Es una cacería. Algo está moviendo las sombras a su voluntad.

Vaiolet miró el colgante, cuya luz ahora parpadeaba erráticamente.

—Si no encontramos la manera de detener esto pronto… no quedará nada que salvar.

El Padre Adrián los observó con gravedad.

—Entonces no hay tiempo que perder. La biblioteca debe ser nuestro siguiente destino.

Desde lo alto de la montaña, la grieta en el cielo seguía expandiéndose, como una herida en la realidad misma. Y la sombra que había emergido de ella se extendía sobre el mundo, trayendo consigo el fin de todo lo conocido.

El silencio después de la huida fue sofocante. Solo el viento, frío y seco, recorría el paisaje desolado, arrastrando el polvo de lo que alguna vez fue una aldea.

Vaiolet miró el colgante en su cuello. Su luz parpadeaba como una estrella agonizante, debilitada por la presencia de la sombra que se cernía sobre el mundo.

—No podemos quedarnos aquí —dijo en voz baja.

Ethan, aún recuperando el aliento, asintió.

—La biblioteca... ¿dónde está?

El Padre Adrián cerró los ojos por un momento, buscando en su memoria.

—Se encuentra en las ruinas de una catedral, al otro lado de las colinas. Es un lugar olvidado, protegido por antiguos símbolos sagrados. Si la oscuridad aún no lo ha reclamado, puede ser nuestra única esperanza.

Vaiolet sintió un escalofrío. La sombra no dejaba lugares sin tocar. Pero no había otra opción.

—Nos movemos ya.

El grupo emprendió la marcha por un sendero angosto entre las rocas. El aire se sentía más pesado con cada paso, como si la sombra estuviera acechando, esperando el momento adecuado para caer sobre ellos.

Caminaron por horas sin hablar, atentos a cada sonido, cada sombra que se moviera fuera de lugar. La sensación de ser observados nunca desapareció.

Finalmente, cuando la oscuridad del cielo era apenas rota por un resplandor rojizo, llegaron a la cima de la colina. Desde allí, pudieron verla.

La catedral.

O lo que quedaba de ella.

Sus muros de piedra ennegrecida se alzaban como los huesos de un gigante caído. Los vitrales estaban rotos, y la gran puerta de madera se mantenía apenas en su lugar. Sin embargo, algo en el aire era diferente. Una energía antigua, fuerte, permanecía allí.



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En el texto hay: misterio, sangre, hambre

Editado: 08.04.2025

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