La catedral se alzaba ante ellos como un monumento olvidado por el tiempo, sus muros ennegrecidos por el peso de la historia y la tragedia. A pesar de su aparente abandono, una energía latente vibraba en el aire, una barrera invisible que la protegía de la sombra que había consumido el mundo exterior. Sin embargo, Vaiolet sintió una inquietud creciente en su pecho. Algo los esperaba dentro.
—Sigamos con cuidado —susurró el Padre Adrián, sosteniendo su crucifijo con firmeza.
Ethan empujó la pesada puerta de madera, que cedió con un crujido profundo. El interior estaba sumido en penumbras, iluminado solo por los resquicios de luz que se filtraban a través de los vitrales rotos. Bancos destruidos, pilares agrietados y murales desvanecidos daban testimonio de una era en la que ese lugar había sido un refugio para la fe. Ahora, solo quedaban ecos.
Vaiolet avanzó, guiada por el colgante que palpitaba con una luz tenue. Sabía que había algo escondido aquí, algo que podía ayudarlos a entender la naturaleza de la sombra y cómo detenerla.
De pronto, un susurro llenó el aire.
No venían solos.
—¡Cuidado! —advirtió Ethan, desenfundando su arma.
Las sombras en los rincones comenzaron a retorcerse, adoptando formas humanoides de extremidades alargadas y ojos brillantes. Criaturas sin boca, pero que emitían un murmullo constante, como si pronunciaran un cántico prohibido.
El Padre Adrián alzó su voz en oración, y una luz dorada emanó de su crucifijo. Las criaturas se estremecieron y retrocedieron por un instante, pero no huyeron. Parecían estar protegiendo algo.
—No están aquí para matarnos —susurró Vaiolet—. Nos están advirtiendo.
Avanzó con cautela hasta el altar principal, donde una antigua losa de piedra estaba cubierta de inscripciones desgastadas. El colgante vibró con más fuerza cuando extendió la mano sobre ella.
—Aquí está la respuesta… —murmuró.
Con un leve empuje, la losa se movió, revelando una escalinata que descendía a las profundidades de la catedral.
Ethan intercambió una mirada con ella y el Padre Adrián. No había necesidad de palabras.
El verdadero secreto estaba abajo.
Con los susurros siguiéndolos, descendieron hacia la oscuridad.
El aire se tornó más frío a medida que bajaban. La escalera de piedra descendía en espiral, y cada paso resonaba como un eco lejano, como si alguien más los estuviera siguiendo.
Vaiolet sintió que el colgante se calentaba contra su piel. No era un calor abrasador, sino una advertencia. Algo antiguo y poderoso residía en estas profundidades.
Finalmente, llegaron a una gran cámara subterránea iluminada por antorchas de una llama azulada que no emitía calor. A lo largo de las paredes, frescos desgastados mostraban figuras encapuchadas rodeando un altar, sus manos alzadas en lo que parecía un ritual olvidado.
—Esto… no es solo una biblioteca —murmuró el Padre Adrián, recorriendo los símbolos con los dedos—. Es un santuario.
Ethan se acercó a una mesa de piedra cubierta de pergaminos y libros encuadernados en cuero envejecido. Tomó uno al azar y lo abrió con cuidado.
—Estas páginas… —susurró—. Hablan de la Sombra… pero también de algo más. Algo que existía antes de ella.
Vaiolet sintió un escalofrío recorrer su espalda. Había venido en busca de respuestas, pero lo que encontraron podría ser algo más grande de lo que jamás imaginaron.
En ese momento, una corriente de aire recorrió la sala y una voz susurrante emergió de la oscuridad.
—¿Por qué han venido aquí…?
El sonido no venía de las sombras, sino de las mismas paredes. Era como si la catedral aún guardara los ecos de su antiguo propósito.
Vaiolet intercambió una mirada con sus compañeros. No estaban solos. Y la verdadera prueba apenas comenzaba.
—Venimos en busca de conocimiento —respondió Vaiolet, su voz firme pese al temblor en sus manos—. Queremos entender lo que está ocurriendo en el mundo.
El silencio se volvió más espeso, hasta que la voz regresó, esta vez más clara, casi tangible.
—¿Y están preparados para conocer la verdad que duerme bajo las palabras?
La piedra del suelo brilló levemente y una sección de la cámara comenzó a deslizarse hacia atrás, revelando un pasadizo aún más profundo. En su entrada, una inscripción en latín rezaba: "Ad lucem per tenebras" —A la luz, a través de las tinieblas.
—No hay vuelta atrás —murmuró el Padre Adrián.
Ethan, con el cuchillo ya en mano, respiró hondo.
—Nunca la hubo.
Descendieron al túnel, cuyas paredes estaban cubiertas de símbolos que parecían moverse con la luz. En lo profundo, se escuchaban golpes rítmicos, como un corazón latiendo. O como una puerta a punto de abrirse.
Y en ese instante, Vaiolet comprendió: lo que estaban a punto de encontrar no era solo conocimiento. Era la verdad detrás del origen de la sombra. Y quizás… de sí misma.
Editado: 08.04.2025