Ethan nunca creyó en destinos. Todo, según él, era una cadena de decisiones, errores y momentos fortuitos que se entrelazaban como un caos sin control. Pero al ver a Vaiolet con el colgante ardiendo en su pecho, los ojos oscuros como el vacío y el libro respondiendo a su voluntad, comenzó a preguntarse si todo lo que habían vivido no había sido solo una antesala a este momento.
¡Maldición!, pensó mientras apretaba el puño. No podía dejarla hacer eso. No podía dejarla convertirse en algo que ni siquiera ella entendía del todo.
La sala temblaba, el techo comenzaba a resquebrajarse. La sombra descendía como una tormenta viva, atravesando la grieta en la pared, deslizándose por las columnas como una serpiente colosal. Y ella... ella estaba allí, de pie frente al altar, como si ya no le temiera a nada.
—Vaiolet, escúchame —gritó Ethan, dando un paso al frente. La energía le cortaba la piel como si cada palabra que pronunciara fuera un acto de rebeldía contra el universo.— ¡No tienes que hacerlo sola!
Ella no lo miró. Sus ojos estaban fijos en el libro. Las palabras del ritual se grababan en el aire, brillando con fuego espectral.
—No estoy sola —dijo ella, en un tono que ya no era solo suyo. Había algo más hablando con ella. O a través de ella.
Ethan sintió el corazón golpearle el pecho con violencia. Dio otro paso, ignorando la sombra que se retorció a su alrededor. La oscuridad lo rozó, murmurándole cosas que no quería entender.
—Tienes una elección, Vaiolet. Siempre la has tenido. ¡Elige vivir! ¡Elige quedarte con nosotros!
El Padre Adrián lo observaba desde el suelo, incapaz de moverse, derrotado por el peso de su fe y el poder que no comprendía. Ethan era el último que podía alcanzarla.
Vaiolet giró lentamente hacia él. Por un instante, sus ojos volvieron a ser los de siempre. Humanos. Cansados. Hermosos.
—Si no lo hago, el mundo se deshace. No hay otro camino, Ethan.
—Entonces te acompañaré.
Ella sonrió, triste, y negó con la cabeza.
—Tú eres el equilibrio. Yo... soy la ruptura. Si me sigues, solo serás consumido.
Y con esa última palabra, extendió los brazos. El ritual comenzó. El libro se alzó en el aire, el colgante estalló en luz, y la sombra rugió con una furia que quebró el suelo bajo sus pies.
Ethan fue lanzado hacia atrás, impactando contra una columna. Su visión se nubló, pero lo último que vio fue a Vaiolet, suspendida entre la luz y la oscuridad, absorbiendo ambos extremos como si fuera un puente entre ellos.
Y luego, silencio.
Cuando abrió los ojos, la cámara estaba vacía. La grieta, cerrada. El libro, desintegrado. Solo quedaban él y el Padre Adrián, ambos respirando el mismo aire denso de un mundo que había cambiado.
Pero Vaiolet ya no estaba.
Y el eco de su decisión aún resonaba en su pecho como una promesa sin final.
Ethan se quedó de pie durante largos minutos, observando el altar vacío. La energía que había llenado la cámara había desaparecido, pero el eco del poder aún vibraba en sus huesos. El silencio era absoluto, y no sabía si agradecerlo o temerlo.
Vaiolet había desaparecido. No muerta. No destruida. Simplemente... trascendida.
El Padre Adrián se apoyó contra un pilar roto, su rostro demacrado por el cansancio y la impotencia. Las lágrimas surcaban sus mejillas en silencio.
—¿Crees que... ha sobrevivido? —preguntó finalmente.
Ethan no respondió de inmediato. Caminó hacia el centro de la cámara, donde antes flotaba el libro. Solo quedaba una marca circular en el suelo, quemada y perfecta, como un sello. Se agachó y colocó su mano sobre ella. Estaba caliente todavía.
—No lo sé —dijo—. Pero sí sé que esto no fue el final.
El sacerdote asintió con lentitud. Sus ojos se desviaron hacia una de las estanterías derrumbadas. Entre los restos, aún brillaban fragmentos de conocimiento sellado. Algunos libros se habían abierto como si aguardaran ser leídos. Otros, en cambio, se deshacían en cenizas, como si su propósito hubiera sido cumplido.
Ethan se levantó, recogió uno de los textos intactos y lo hojeó. Las palabras que contenía parecían vivas, cambiando a medida que leía.
—Ella abrió una puerta —dijo en voz baja—. Quizá no regresó como la conocíamos, pero algo... algo de ella sigue presente.
En ese momento, el colgante apareció flotando lentamente desde el aire. No brillaba, pero su forma era reconocible. Cayó suavemente en las manos de Ethan. Estaba intacto.
—Esto es una señal —murmuró.
El Padre Adrián se acercó, tocó el colgante con reverencia.
—Si la sombra se ha calmado, fue por ella. Pero si solo duerme, entonces alguien deberá estar preparado cuando despierte.
Ethan asintió. Cerró el puño sobre el colgante.
—Entonces lo estaré. Por ella. Por todos.
Afuera, el mundo comenzaba a cambiar. Las nubes oscuras se disipaban lentamente. El aire, aunque aún pesado, tenía el olor de una tierra que respira tras una tormenta.
Y mientras ambos hombres salían del santuario, sabían que aunque Vaiolet ya no caminaba con ellos, su decisión los acompañaría siempre.
Una nueva era había comenzado. Y con ella, una nueva promesa de equilibrio.
Editado: 08.04.2025