11 de abril de 1970 — Actualidad
—Está rica, papá —dije mientras probaba la sopa que él mismo estaba preparando.
Mi padre me acarició el rostro con ternura y besó mi frente. Vivíamos en una mansión, sí… pero no como dueños. Nada más lejos de la realidad. Éramos parte del personal de servicio. Él llevaba trabajando con los Bennett desde antes de que yo naciera. Eso significa, como ya estarás imaginando, que nací y crecí dentro de esta casa. Este lugar ha sido mi único mundo.
—Hija, pásame los platos —me pidió.
Asentí y me dirigí a la alacena, donde tomé siete platos. Hoy regresaba el hijo pródigo de la familia Bennett. Según las cocineras, llevaba mas de una década fuera del país, estudiando y terminando su carrera universitaria en el extranjero y otras cosas mas que solo los ricos se podian dar el lujo. Nadie sabía mucho más. Como todo con los Bennett, el misterio era parte del aire que los rodeaba.
Papá me quitó los platos suavemente de las manos y se los pasó a Berenice, una de las cocineras. Ella los tomó con una sonrisa pícara que no me pasó desapercibida.
—Ya sé por qué te ríes —le dije en voz baja, alzando una ceja.
Berenice solo se encogió de hombros, divertida. Para mí era extraño que la familia se reuniera. De hecho, ni siquiera los conocía bien. A los señores de la casa apenas los había visto desde lejos, paseando por el lago a la izquierda de la mansión. A los gemelos, igual. Pero en todos estos años, jamás me había cruzado con ellos de cerca.
Y hay una razón muy clara para eso.
—Te vas a quedar aquí. No saldrás hasta que yo regrese, ¿vale? —dijo mi padre de pronto, con un tono firme que no dejaba espacio para discusión.
Su actitud era inusualmente tensa. Esa manera seca de hablar no era común en él. Fue también un recordatorio de lo mucho que controlaba cada aspecto de mi vida. No dejaba que nadie me viera. Estoy casi segura de que, fuera de esta casa, nadie sabe que existo. Nunca he ido a la ciudad. Ni siquiera he pisado el jardín delantero. Solo el trasero. El resto del mundo me es completamente desconocido.
—¿Por qué no quieres que salga? —pregunté con algo de frustración.
Tengo once años. Casi doce. Ya no soy una niña pequeña, pero aún así papá insiste en tratarme como si lo fuera. Me moría de curiosidad por ver a los famosos hermanos Bennett, esos de quienes tanto había escuchado hablar a Berenice.
Según ella, eran un fenómeno en el pueblo: los más adinerados, los más guapos, los más deseados. Pero los cinco se habían alejado del lugar durante años, y solo recientemente empezaron a regresar, uno por uno, sin hacer ruido… sin dar explicaciones. Algo no cuadraba.
Berenice me guiñó un ojo antes de irse con los platos. Al menos ella los vería. Mi única esperanza era que luego me contara todo lo que viera.
—Esto no es discutible, Lorena. Te quedas aquí. Cuando vuelva, te traeré la cena y te vas a dormir —dijo papá con firmeza, dándome la espalda.
Bufé, cruzándome de brazos y haciendo un puchero como una niña caprichosa.
—Está bien... —murmuré, resignada. No tenía sentido discutir. Él siempre ganaba.
Se marchó junto con las tres cocineras que lo ayudaban cuando le tocaba preparar la comida. Me quedé sola en la enorme cocina. Y sí… tenía un poco de miedo, no lo voy a negar.
Me senté en el suelo, abrazando mis rodillas, y dejé que mis pensamientos me envolvieran. He vivido toda mi vida en esta casa. Nunca he conocido a mi madre. Cuando era más pequeña, le pregunté a papá qué había pasado con ella. Él siempre se ponía nostálgico, con los ojos húmedos, incapaz de articular palabra. Hasta que, un día lluvioso, se atrevió a decirme la verdad: mamá murió al darme a luz. Su corazón simplemente se detuvo.
—No fue tu culpa —me dijo aquel día—. Fue su corazón.
Y aunque insistía en que yo no tenía nada que ver… por alguna razón, sus palabras no bastaban para borrar la culpa que se me había incrustado en el pecho.
Me pregunté cómo sería mi vida si ella estuviera aquí. ¿Papá seguiría siendo tan sobreprotector? ¿Me permitiría salir, conocer el mundo, hablar con otras personas? Nunca lo sabré.
Pasados unos minutos, papá volvió a entrar a la cocina. Su rostro estaba rojo, su expresión seria. Era fácil leerlo: estaba molesto. Muy molesto.
—¿Qué sucede? —pregunté al acercarme. Le tomé las manos, pero él se soltó de inmediato y fue hasta la estufa.
Eso me alarmó. Él no era así. Algo grave había pasado.
Tocó varias veces la orilla metálica de la estufa con los dedos, nervioso, y luego se giró para mirarme. Su mirada era dura… casi temblorosa.
—Si alguna vez un Bennett se te acerca… no dudes en correr y gritar mi nombre.
Sus palabras me helaron la sangre. No supe qué decir. No supe qué pensar. Él no era alguien dado a exageraciones. No me explicó nada más. Se limitó a salir de la cocina, dejándome sola con esa frase grabada en la mente.
Esa noche no pude dormir. Me quedé despierta, con los ojos fijos en el techo, dándole vueltas a la misma pregunta:
¿Por qué lo dijo?
Y lo peor de todo… es que una parte de mí sentía que, muy pronto, lo entendería.
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Editado: 24.08.2025