El cometa y el reflejo en el lago
Mi cometa volaba alto aquella tarde. Estaba en el jardín izquierdo de la mansión, no muy cerca del lago, pero lo suficiente para sentir la brisa. El cielo estaba despejado, y por un momento, me sentí libre. Sin embargo, mi vista se desvió al notar una multitud reunida más allá de la reja principal.
Una oleada de personas con cámaras seguía a los hermanos Bennett. No podían entrar, claro. Los guardias de seguridad se mantenían firmes en la entrada de la propiedad. Pero aun desde la distancia, pude verlos por primera vez.
Los famosos hermanos Bennett.
Y sí… eran tan atractivos como decía Berenice. Quizás incluso más.
Me escondí instintivamente tras unos arbustos. No quería que me vieran. Mientras me agachaba, sentí cómo el hilo de mi cometa se soltaba de mis manos. La vi elevarse con fuerza, llevada por el viento, como si quisiera escapar de mí.
—¡Nooo! —me quejé al ver cómo se alejaba. Bufé con frustración y pateé la hierba, arrancando sin querer unas flores rojas que adornaban la orilla del lago.
Me agaché para volver a enterrarlas. No quería que alguien notara que las había dañado. Fue entonces cuando sentí un movimiento detrás de mí.
Me giré… y allí estaba.
Un Bennett.
Se detuvo al verme, perplejo. Su rostro reflejaba una tristeza extraña, profunda. Yo, que no sabía nada sobre él, solo podía imaginar cosas: tal vez le apenaba que mi cometa se hubiera perdido. Pero en realidad, no tenía sentido. Tal vez esa expresión ya vivía en su rostro desde antes.
Sus ojos verdes me escudriñaban con una intensidad difícil de sostener. Su mirada no era de enojo, ni de amenaza… era vacía, como si cargara con algo muy pesado.
—¡¿Qué te dije, Lorena?! —la voz de mi padre tronó detrás de mí.
El Bennett metió la mano en el bolsillo, y cuando vio a papá acercarse, apartó la mirada. No dijo ni una palabra.
—¿Cómo te atreves a hablarle? —espetó papá con dureza. Pero el muchacho solo negó con la cabeza. Por un segundo, juraría que iba a llorar. Aunque, claro, yo no sabía leer sus gestos. Era la primera vez que veía a uno de ellos tan de cerca. Podía estar equivocándome.
Y luego, sin decir nada, se alejó rápidamente. Casi como si escapar fuera su única opción.
Me quedé mirando su figura hasta que desapareció entre los árboles. Algo dentro de mí se había encogido.
—¿Papá, por qué ese hombre parecía estar llorando? —pregunté al acercarme.
—¿Qué te había dicho? ¡Dímelo! —gritó. Estaba muy enojado.
—Nada... no dijo nada, solo me miró —respondí bajito, jugueteando con mis dedos. Sentía el estómago hecho un nudo.
—¿¡Y entonces por qué te quedaste ahí!?
—Oye… no me grites —murmuré, dolida.
Papá respiró hondo y puso las manos en su cintura, intentando calmarse. Después de unos segundos, se agachó para mirarme a los ojos.
—No quiero que te pase nada, nena. Esa gente es peligrosa —dijo con voz más suave. Dio unos pasos hacia mí y me abrazó—. Solo aléjate de ellos… especialmente de él. Y sin preguntas.
Asentí en silencio.
Nos dirigimos hacia la puerta lateral que daba al pasillo de servicio, el que conocía de memoria. Entramos sin decir palabra.
Y aun así, algo me había quedado latiendo fuerte en el pecho.
Ver a ese Bennett… me provocó una tristeza que no entendí. No sé por qué, pero al mirarlo sentí como si estuviera viendo una parte de mí. Tal vez la que quería llorar no era él, sino yo.
Según papá, los Bennett eran gente mala. Peligrosa. No debía confiar en ellos nunca. Lo repetía siempre, como si fuera un hechizo de protección. Y yo… yo intentaba creerle. Prometí alejarme.
Pero algo dentro de mí ya había despertado.
Porque a pesar de tener solo once años, casi doce, yo sentí que podía confiar en él.
Y eso… me asustó más que cualquier advertencia.
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Editado: 24.08.2025