La vieja criada y el secreto del cinco de agosto
Al día siguiente me levanté más tarde de lo normal. Aproveché para dormir bien, ya que mi padre, por primera vez en mucho tiempo, no me despertó al amanecer.
Después de vestirme y cepillarme el cabello, salí de mi habitación.
Encontré a papá en la cocina, picando verduras. El sudor le corría por la frente, así que tomé uno de los platos plásticos donde solíamos comer los criados y empecé a abanicarlo.
—¿Qué haría sin ti, señorita Lorena? —dijo con una sonrisa cansada.
—Creo que nada —respondí, negando con la cabeza con una sonrisa traviesa—. Es broma. Siempre has sido un hombre fuerte, de eso no tengo dudas.
—Me halaga, cariño —dijo mientras sacaba unos calderos del armario.
Lo dejé trabajando y me dirigí a los aposentos de la criada más vieja de la casa. Ella vivía allí junto a su esposo desde hacía décadas, al igual que mi padre. Los demás criados eran todos nuevos. La señora Beatriz casi nunca salía de su habitación, salvo cuando le tocaba cocinar… y eso solo pasaba cuando todos los Bennett se reunían. Algo que, como ya sabía, no ocurría con frecuencia.
Toqué la puerta dos veces.
—Pase... —escuché una voz débil desde dentro.
Entré y la encontré recostada, con la piel pálida y un brillo sudoroso en la frente. Me senté a su lado y tomé su mano. Estaba caliente, y pronto comenzó a toser.
—Esta gripe me está acabando —dijo con una sonrisa cansada, acariciando con suavidad mi cabello rojizo. Tragó saliva con esfuerzo.
Me levanté, tomé una taza, la llené de agua y se la pasé. Ella se incorporó lentamente para beber.
—Siempre me he preguntado por qué tengo este color de cabello —susurré mientras la observaba.
—Yo también lo tengo así —respondió, arrancando una hebra de su propio cabello rojizo, ya mezclado con el gris de la edad—. Qué mal tener algo en común con esta familia... al menos en mi caso. En el tuyo, debe ser un karma para tu padre cada vez que lo ve.
—¿Acaso mi papá ha hecho algo muy malo? —pregunté, con la voz baja, sintiendo una punzada en el pecho.
—No algo tan malo, pero sí... sí, nena. Cometió un error.
—¿Me lo puede contar? Le juro que no diré nada. Por favor, señora Beatriz.
Ella me miró largo rato. Sus ojos estaban opacos, pero brillaban con algo... algo que no supe descifrar.
—Su error fue hacer silencio, nena. Quedarse en esta casa. Ese fue su error. —Suspiró—. Ya estoy vieja. Me da igual si se lo dices o no.
—Sobre lo que pasó el cinco de agosto… hace once años.
—¿Qué? ¿Qué pasó ese día?
—No puedo revelarte nada, Lorena.
—Espero que no haya sido algo tan grave.
—Nena… ni yo, ni tu padre, ni nadie que vivió después de ese día ha podido ser feliz.
—¿Fue tan trágico?
—Es más que trágico, mi niña. Fue… el color exacto que representa a la familia Bennett. Oscuro, profundo… venenoso.
Me miró con una sonrisa apagada y señaló la puerta.
—Ahora vete. Ayuda a tu padre en la cocina.
Me quedé mirándola, intrigada. Ella me sonrió con dulzura.
—Tal vez solo estoy delirando, Lorena. Ya sabes, soy una anciana de ochenta años.
Salí de la habitación con un extraño cosquilleo en la nuca. El estómago me daba vueltas, como aquella vez en la sala de mármol, cuando los gemelos me habían agarrado. Pero esto era peor.
Esto… dolía distinto.
Sentía que lo que acababa de escuchar no era una locura. Que detrás de esas palabras susurradas había heridas abiertas… heridas que jamás sanaron.
Y sobre todo, presentía que mi padre —mi amado y protector padre— era parte de un secreto que llevaba años enterrado… uno que tarde o temprano iba a salir a la luz.
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Editado: 02.09.2025