Las preguntas que no se pueden hacer
El lunes habría una reunión familiar. Eso fue lo que escuché desde la puerta de la cocina, la mañana siguiente. Era sábado y, como cada semana, hoy tendría práctica de lectura con mi padre en la biblioteca.
No quería ir.
No después de lo que pasó la última vez.
No quería que papá se enterara de que había hablado con los gemelos Bennett.
Pero ya saben cómo es él… insistente.
Pidió la hora libre solo para poder enseñarme algo de ortografía. Porque, a diferencia de otros adolescentes, yo no iba a la escuela. Y eso era algo que me dolía. Si los hermanos Bennett fueron a universidades extranjeras, ¿por qué yo no podía aspirar siquiera a una escuela local?
La respuesta era simple: dinero.
Así que tenía que conformarme con los libros de la biblioteca y las enseñanzas de mi padre.
—¿Estás preparada? —preguntó al verme.
Me tomó de las manos y caminamos juntos por el pasillo, pasamos la sala principal y llegamos a la biblioteca. Solo esperaba no toparme con ninguno de “ellos”.
—Hablando de todo… ¿dónde fuiste ayer después que saliste de la cocina? —preguntó de pronto.
Tragué saliva. El corazón me latía más rápido.
—No hablábamos de nada, papá —dije con evasiva, sentándome en el sofá.
Él sacó algunos libros y los colocó sobre la mesa frente a mí.
—Respóndeme la pregunta, Lorena.
—Fui con la señora Beatriz —confesé finalmente.
Él suspiró, decepcionado.
—Eso no fue lo que te pedí, Lorena. No me gusta que me desobedezcas.
—No hice nada malo.
—¡Sí lo hiciste! —gritó, golpeando la mesa. Respiró profundo antes de calmarse—. Solo quiero protegerte.
—¿Protegerme de quién? —me levanté del sofá, alzando la voz—. ¡No veo a nadie más que a los criados y a los supuestos hermanos! ¡Apenas si los he visto!
—¡Precisamente de ellos te estoy protegiendo! —espetó, con los ojos encendidos—. Y ya. Esta conversación ha terminado.
Me pasó el libro con firmeza.
—¿Por qué? ¿Por qué me tienes que proteger de ellos? ¿Acaso hicieron algo malo? —la pregunta salió con sarcasmo, aunque por dentro ardía de rabia. Pensé en el asesinato de la señorita Méndez, pero sabía que papá desconocía esa parte. No podía usarla aún.
—Dije que se terminó, Lorena. Abre el libro.
—Papá, si no me dices qué está pasando, ¿cómo esperas que siga actuando como si todo estuviera bien? ¡No puedo! Hay demasiadas cosas que quiero saber… sobre todo, ¿por qué el 5 de agosto es tan delicado para ustedes?
—¡Ya basta! —exclamó, y su voz retumbó en la habitación.
Se pasó la mano por la frente para secar el sudor.
—Hay cosas que es mejor nunca saber, Lorena —añadió con tono cansado—. Vete a tu habitación con el libro. Ya es tarde para estudiar.
¿Tarde? Apenas habíamos entrado.
Pero sabía lo que pasaba.
Cada vez que lo enfrentaba, algo en él se desmoronaba. Perdía la fuerza. El control. La calma.
Y yo… perdía la fe de que algún día me diría la verdad.
Cerré el libro y salí sin decir más palabra.
Papá sabía mucho. Demasiado.
Y por más que le suplicara, al parecer nunca iba a hablar.
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Editado: 15.08.2025