Ellos Mienten

⚡CAPITULO 11

El diario de Rebecca

En la noche cené en la habitación, pero en la mañana del domingo, papá me levantó temprano.

—¿Aún estoy castigada? —pregunté mientras papi me lavaba el cabello. No dijo nada. Su silencio era más desgarrador que un grito. Respiré hondo—. Papi, por favor…

—Sí, pero te necesitan en la limpieza de hoy. Mañana habrá una reunión familiar y hay que dejar todo impecable —respondió, terminando de enjuagar mi cabello y envolviéndolo con una toalla—. Ya está. Ve a cambiarte, y luego vete con tu amiguita de parranda.

—Bere no es parrandera, y te pidió disculpas.

—Las acepté. Solo no quiero que vuelva a pasar —salió de la ducha, y caminé tras él.

—¿Papi, qué quisiste decir ayer con “ese fue el trato”?

—Cosas que… —se detuvo y me miró—. No te incumben —se dio la vuelta y salió, cortando cualquier intento de seguir preguntando.

Bufé, cayendo sentada en la cama. Me vestí y salí de la habitación hasta encontrarme con Bere.

—Hola —dije. Ella me sonrió con cierto alivio.

—Me sorprende que te diera permiso después de lo de ayer —me dijo, pasándome una escoba.

—A mí también —respondí, sonriendo. Caminamos hacia el ala prohibida de la mansión, ese lugar donde papá nunca quería que pusiera un pie.

—Descuida, no hay nadie. El señor y la señora se fueron al pueblo a una diligencia, y sus hijos suelen aparecer tarde por la noche —dijo Bere, notando mi expresión inquieta. Me relajé un poco. Éramos seis criados asignados para la limpieza.

—Ustedes vayan a la habitación de los señores —dijo Andrés, un criado mayor—. Ustedes tres a las habitaciones de los hermanos, y yo me iré a la sala.

Andrés era el esposo de Beatriz. Nunca supe si tuvieron hijos. Era un hombre serio, rígido, y junto a papá y Beatriz, uno de los tres criados más antiguos de la casa.

Bere y yo fuimos caminando a paso lento hasta llegar a la enorme puerta de la habitación principal de los señores Bennett. Era un espacio abrumador, lujoso hasta lo innecesario.

—Yo quería ir a las habitaciones de los hermanos —se quejó Bere. La miré divertida y sonreí.

—Ve tú de ese lado, yo limpio este —le dije.

Me arrodillé para organizar una hilera interminable de zapatos de diseñador. Cada par parecía más costoso que toda mi ropa junta. Ya cansada, pasé la escoba bajo uno de los muebles… y entonces algo me llamó la atención.

No era visible, pero sí… presente.

Como un susurro del polvo que no quería ser ignorado.

Me agaché y empujé la escoba más profundo debajo del ropero. Sentí algo. Algo sólido.

Un borde rojo, polvoriento, oculto entre la madera y la pared.

Lo tomé con cuidado, y tiré suavemente.

Era un cuaderno. Antiguo. De tapas duras y bordes doblados por la humedad. El color rojo ya no era vivo, sino opaco, envejecido por los años y el abandono. Lo limpié un poco con la manga y observé con detalle la portada.

Una flor roja dibujada a mano adornaba el centro. La tinta estaba corrida, como si las lágrimas del tiempo hubieran tocado el papel. Y justo arriba de la flor, un título escrito con una caligrafía firme:

“Diario de Rebecca.”

Mis dedos temblaron.

No parecía olvidado. Era evidente que alguien lo había escondido… intencionalmente.

—¿Qué tanto haces ahí abajo? —dijo Bere desde el otro lado de la habitación.

—Nada… —guardé rápidamente el cuaderno bajo mi blusa—. Ya voy.

No era solo curiosidad. Era una sensación.

Algo dentro de mí me decía que ese diario guardaba más que pensamientos. Guardaba verdades. Y tal vez, mentiras.

Y esta vez, estaba dispuesta a descubrirlo.




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