Ellos Mienten

⚡CAPITULO 12

Lo que Rebecca no dijo

No bien cerré la puerta de mi habitación, sentí que el corazón me latía en la garganta. El pequeño cuaderno seguía escondido bajo mi blusa, pegado al pecho como si intentara absorber mis propias preguntas.

Apoyé la espalda contra la puerta y cerré los ojos unos segundos, solo para respirar. Sabía que lo que estaba por leer podía cambiar muchas cosas, pero lo deseaba con una fuerza irracional. Quiería entender. Quiería saber por qué había tanto silencio alrededor de mi existencia.

Me lanzé sobre la cama y lo saqué con cuidado. Era más ligero de lo que imaginaba, con una tapa color vino opaco, de bordes desgastados y una flor roja dibujada a mano en la esquina inferior. El tiempo lo había deslucido, pero no destruido. Estaba bien conservado, como si alguien lo hubiese guardado con cariño… o con culpa.

Lo abrí despacio. Las primeras páginas no eran muchas. Solo once, contadas con la misma precisión con la que contaba cada hoja cuando me regalaban un libro nuevo. Pero en esas pocas hojas se respiraba más verdad que en todos los años que había vivido encerrada en esa casa.

Y ahí, en la primera línea, escrito con una caligrafía clara y femenina, leí:

Nombre: Rebecca Johnson
Edad: 16 años
Gustos: Montar caballos y comer zanahorias
Padres: Eladio Johnson y Germania Johnson

Tuve que leer su nombre tres veces antes de procesar que era real.
Rebecca.
Mi hermana.

Mi hermana, que nadie me había mencionado.
Mi hermana, de la que solo oía ecos y confusiones en las palabras de otros.
Mi hermana… y yo no aparecía en su vida, ni siquiera como un simple apunte en su diario.

—¿Por qué nunca hablaste de ella? —susurré sin darme cuenta, tocando las letras de su nombre como si pudiera sentirla.

Fue entonces cuando escuché pasos en el pasillo. Apenas tuve tiempo de esconder el diario debajo de la almohada antes de que la puerta se abriera.

—Se me olvidó decirte... —dijo papá desde el umbral. Pero su voz se cortó de golpe al verme.

Nos quedamos en silencio. Yo apretaba la almohada como si eso pudiera borrar la evidencia, pero su mirada ya lo había visto todo. Caminó hasta la cama. Extendí el diario hacia él con manos temblorosas.

—Papá... ella no puso mi nombre aquí. —Mi voz apenas era un susurro—. ¿Ella no me quería? ¿Por eso nunca me hablaste de ella?

Papá tomó el diario en silencio, sus dedos recorrieron la portada como si fuera sagrada. Y entonces, sin decir una palabra, sus ojos se humedecieron. Las lágrimas rodaron por su rostro lentamente, sin esfuerzo, sin lucha.

Me quedé quieta. No pregunté más. Algo me dijo que ese llanto hablaba por sí solo.

No dijo nada. No podía.

Y en ese silencio, lo entendí todo:

Había verdades que dolían tanto que ni siquiera las palabras podían tocarlas.




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