El peso de la tinta
Lo abracé. Es que lo vi llorar con tanta nostalgia que no pude evitar que de mis ojos también brotara una lágrima. No entendía qué sentía al acariciar las letras escritas en ese pequeño diario, pero lo que fuera… era profundo. Para él, parecía una herida que nunca terminó de sanar. ¿Algo malo había pasado? Estaba llorando delante de mí. Y mi padre no lloraba, nunca lo hacía.
Me separé de él, intentando buscar respuestas en su rostro. Se secó las lágrimas y suspiró como si le pesara el alma.
—¿De dónde lo tomaste? —preguntó en voz baja.
—Estaba en la habitación de los señores… cuando estábamos limpiando. Había un mueble pequeño con cosas amontonadas, casi escondido. No parecía importante… pero el cuaderno llamó mi atención. Lo tomé porque... —tragué saliva, dudando si había hecho mal.
—Tranquila, princesa. Gracias. Hace mucho… mucho que lo quería —me volvió a abrazar, esta vez más fuerte, como si necesitara contener algo dentro de sí. Al separarse, observó el diario con cuidado, casi como si temiera que se deshiciera entre sus manos—. Me extraña que no lo hayan quemado.
Esa frase me dejó en blanco.
¿Quién? ¿Quién querría quemar algo así?
¿El señor Bennett? ¿La señora? ¿Y por qué? ¿Qué contenía ese diario para merecer el fuego?
Tenía mil preguntas latiéndome en la garganta, pero entendía perfectamente que él no me diría nada ahora. A veces, los silencios de mi padre decían más que cualquier historia contada.
—Solo no le digas a nadie, por favor —dijo con un dejo de súplica—. ¿Lo leíste?
—Apenas lo abrí cuando entraste.
Asintió. Parecía aliviado, aunque no sabría decir si porque no lo había leído… o porque aún había tiempo para ocultar lo que decía.
—Sé que tengo que explicarte muchas cosas, nena —dijo, sin mirarme—. Y lo haré… pero no ahora. Necesito salir de la mansión.
—¿Para qué? ¿Es importante?
—Sí —dijo cerrando el diario y escondiéndolo bajo su ropa—. Tengo que sacar esto de la casa. Por si se enteran de que no está… que lo dudo, ya que mañana habrá una reunión. Pero igual… es mejor prevenir.
No entendía nada. Pero su expresión me decía que no debía preguntar más. Me tomó de la mano y me guió fuera de la habitación, en silencio. Ese silencio que pesaba más que un castigo. Entramos a la cocina. Bere picaba unas papas distraída. Al vernos, levantó la vista.
—Cuida a Lorena. Saldré al centro de la ciudad. Recordé que tenía que hacer un mandado para el señor —dijo mi padre con voz fingidamente casual.
—¿Cuál señor? —preguntó Bere, sin dejar de mover el cuchillo.
—Por cierto, ¿cómo se llamaba ese chico que encontraron en el mercado?
—Kevin. Kevin Labour —respondió ella con desconfianza.
—Lo conozco —dijo mi padre, y sin dar más detalles, salió apresurado de la cocina.
Bere se quedó en silencio unos segundos, con la ceja arqueada.
—¿Sabes a dónde va? La verdad no le creí eso del mandado.
—No sé nada, Bere —dije encogiéndome de hombros—. Solo te diré que le deseo suerte.
Ella me miró de reojo, algo incrédula, y sin decir más, volvió a picar las papas.
Yo me senté cerca, con la cabeza llena de voces. No sabía qué estaba por pasar, pero lo presentía. Lo sentía en la piel, en el estómago, en los huesos.
Nada volvería a ser igual.
Algo se estaba cocinando, y esta vez… no hablaba de la comida de Bere.
Final de la primera parte.
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Editado: 17.08.2025