A veces el miedo no se grita… se arrastra.
Se mete en la piel, en los pensamientos, en las decisiones que uno nunca quiso tomar.
Eladio no estaba ahí por lealtad. No por costumbre, ni por gratitud. Se había quedado en esa maldita mansión porque no tenía adónde más ir… y porque el precio de marcharse era demasiado alto.
Ellos —los Bennet— sabían exactamente dónde golpearlo. Cuando intentó renunciar por primera vez, después de la muerte de su esposa, Melquisedec le mostró una sonrisa torcida y le susurró al oído:
“Si te vas, no volverás a ver a tu hija.”
Fue suficiente.
Eladio supo que hablaban en serio. Que esa gente tenía poder, contactos, impunidad.
Y él, ya habiéndolo perdido todo, no podía arriesgarse a perder a Lorena también.
Desde entonces vivía atrapado.
No por las paredes de la mansión, sino por el constante temor de que cualquier error provocara una tragedia.
Todo en su vida giraba alrededor de una sola misión: proteger a su hija.
Así comiera las sobras.
Así soportara burlas.
Así tuviera que fingir respeto por hombres que deberían estar entre rejas.
Trabajaba en silencio.
Obedecía.
Soportaba.
Porque en el fondo sabía que mientras Lorena estuviera a su lado, había algo por lo que resistir.
Pero el miedo no se iba. Dormía con él. Caminaba tras él. Lo observaba cada vez que ella sonreía. Porque esa sonrisa era lo único que lo mantenía cuerdo… y lo único que no estaba dispuesto a perder.
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Respiró profundo antes de cruzar los portones de hierro.
Antes de entrar, pasó por el mercado para comprar algunos vegetales. Fue una excusa absurda, lo sabía… pero el tiempo que pasó entre los puestos le ayudó a calmarse. Le dio la sensación, aunque breve, de que era un hombre libre.
Al llegar a la mansión, su corazón dio un vuelco.
Todo estaba… mal.
—Le dije que no lo hiciera, —susurró Berenice al acercarse rápidamente—.
Eladio no respondió. Bufó con fuerza, tirando la bolsa al suelo, la cual Bere recogió de inmediato. Sus pasos fueron pesados, decididos. Entró al gran salón y ahí estaba: Melquisedec Bennet, sentado como un rey en su trono… con Lorena en sus piernas, como si no fuera más que una muñeca decorativa.
Sin decir palabra, Eladio avanzó, la tomó con firmeza por la cintura y la apartó de él. Lorena no entendía, pero no opuso resistencia. Melquisedec, en cambio, sonrió.
—Señor Eladio... —murmuró con tono burlón—. Si me hubieras dicho que tienes una hija tan hermosa, le digo a mi madre que quiero casarme.
La risa en su rostro era cínica. No había respeto en su voz, solo el deseo cruel de provocar. Sabía que Eladio lo odiaba, y disfrutaba cada segundo de su reacción.
—Tendrías que esperar mucho tiempo. Es menor. Además, no te aconsejo que la mires de esa manera. —Eladio mantenía el tono bajo, pero sus manos apretaban las de su hija sin querer.
—Exacto… no podría casarme con mi…
—¡Cállate! —bramó Eladio con tal fuerza que hasta los criados que estaban al fondo detuvieron lo que hacían para observar.
—¿Qué decías? —intervino Lorena, confundida, mientras la tensión en el aire se hacía más densa.
Melquisedec carcajeó con una frialdad helada.
—Tienes demasiado rencor, Eladio. Deberías perdonar… para ser libre.
Eladio sintió que algo se rompía dentro de él. Una lágrima bajó por su mejilla, ardiente como fuego. Pero Melquisedec no terminó ahí.
—Ay, querido Eladio… tampoco quiero verte llorar delante de tu hermosa hija. O… futura esposa, que diga.
Se levantó de su asiento con la misma altanería con la que vivía y se marchó riendo, dejando tras de sí una nube de veneno invisible.
Eladio no soportó más. Apretó la mano de Lorena y salió del salón casi corriendo, con todas las miradas siguiéndolos como cuchillos afilados.
Ya en la habitación, al cerrar la puerta, sintió que las heridas del pasado volvían a abrirse. Sin decir palabra, cayó de rodillas.
Se derrumbó.
—Papi… —Lorena se arrodilló a su lado, abrazándolo con fuerza—. ¿Por qué lloras...?
Eladio la miró. Y entonces lo recordó todo: el diario, la verdad, la promesa que acababa de hacerle a Kevin. Esa familia aún respiraba impunidad, aún traficaba, aún mataba sin consecuencias.
Y si él no hacía algo ahora, tarde o temprano Lorena también sería una víctima más.
—¿Sabes qué, hermosa? Hace mucho que no vamos al pueblo. Prepárate. Mañana temprano te llevaré a pasear.
Sonrió.
Lorena no entendía el cambio, pero tampoco preguntó. Se limitó a abrazarlo más fuerte, como si supiera que algo importante estaba por comenzar.
Mientras tanto, en la cocina, una de las criadas susurraba mientras fregaba el piso:
—No entiendo por qué Eladio odia tanto a ese chico. Si hasta amable se ve…
—Mejor no opines, —le respondió Bere sin mirarla—. No sabes lo que ha pasado entre ellos.
Pero lo sospechaba.
Lo poco que conocía de Eladio le decía que ese hombre no odiaba porque sí.
Amaba a su hija, la protegía con una entrega que pocas veces se ve. Y si algo le hacía frente con tanto odio, debía ser por una razón poderosa.
Y esa razón… se apellidaba Bennet.
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Editado: 24.08.2025