Ellos Mienten

⚡ CAPITULO 6

—¡Aaah!

El grito desgarrador de Bere retumbó por los pasillos del ala oeste de la casa. Había subido a la habitación de Malkier Bennett con la intención de cambiar las sábanas, obedeciendo una orden rutinaria. Lo que encontró al abrir la puerta fue todo menos rutinario.

El hedor metálico de la sangre le golpeó antes de que pudiera asimilar por completo la imagen. En la cama yacía una mujer desnuda, su cuerpo abierto con precisión cruel desde el pecho hasta el vientre bajo. Le habían arrancado los senos, dejando un hueco grotesco en su torso. Sus ojos habían sido vaciados, y la piel alrededor de su rostro estaba desgarrada como si alguien hubiese intentado borrar su identidad. El interior del cuerpo era un abismo de oscuridad y vísceras ausentes. Solo el corazón seguía allí, intacto, aún brillando con un tono rubí húmedo, como si fuera lo último que el asesino había decidido conservar... por ahora.

Bere cayó de rodillas con un sonido sordo, sus manos temblorosas buscaron apoyo en el marco de la puerta. Sintió cómo le subía la bilis y vomitó sin poder contenerse, su cuerpo convulsionando por el horror y el asco.

—Otra vez... —susurró Andrés, que acababa de entrar. Su voz cargada de una resignación casi monótona, como si hubiera visto esto antes, demasiadas veces.

Se apresuró a ayudar a Bere a levantarse, mientras los otros dos criados, Camilo y Andrea, llegaban tras escuchar el grito. Al ver la escena, ambos quedaron paralizados, con el rostro pálido como la cera.

—¿Qué haces aquí? Solo los encargados del aseo pueden entrar a las recámaras. Tú eres cocinera —dijo Andrés con dureza, aunque su tono no era del todo hostil, más bien preocupado.

—La señora Beatriz me dijo que te vio muy cansado… que si quería podía ayudarte. Solo por hoy… por eso vine… —Bere apenas podía hablar. Su voz temblaba, rota por el miedo.

—Para eso están Camilo y Andrea —gruñó Andrés, mientras la sacaba del cuarto, cerrando la puerta tras él con firmeza—. No le cuentes esto a nadie. Mucho menos a Beatriz.

Bere se limpió el rostro con la manga del uniforme. Sus lágrimas eran calientes y constantes.

—¿Desde cuándo están… lidiando con esto? —preguntó ella en un susurro quebrado.

—Ellos —dijo señalando a los dos jóvenes— son nuevos en esto. Yo... ni te imaginas cuántas veces. Oye, tranquilízate. Y no digas nada, ¿bien? No quiero escándalos.

—Lo haré, señor —musitó ella.

Bere se fue tambaleante hacia su habitación. Sus piernas parecían de plomo. Sus manos no dejaban de temblar. ¿Cómo podría ocultar algo así? Para olvidarlo necesitaría horas en la bañera, sumergida hasta que el agua le quemara la piel. Pero sabía que eso era imposible: en pocas horas la necesitarían de vuelta en la cocina. Eladio había pedido permiso para salir con su hija esa noche, y Beatriz le había encargado la comida. No tenía tiempo para quebrarse.

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—¡Ay! Jamás había sentido la nieve en mi cuerpo —exclamó Lorena, extendiendo las manos con una sonrisa encantada. La nieve caía suave, silenciosa, tiñendo todo de un blanco mágico.

—Es bonita, sí… pero si sigues sin guantes vas a perder el tacto —le advirtió Eladio con una sonrisa paternal, mientras la observaba disfrutar del momento.

—Está bien, me los pondré —rió Lorena. Eladio le pasó una funda de tela gruesa, y de ella sacó un par de guantes nuevos, rojos intensos.

—¡Qué bonitos, papá!

—Eran de tu hermana. Se los regaló Michael —respondió él, desviando un poco la mirada.

—¿Michael Bennett? Pensé que no querías nada que viniera de esa familia. Y ahora me das esto.

—Si ella los aceptó, ya eran suyos. No tiene sentido dejar que se pierdan —se encogió de hombros. La respuesta era simple en palabras, pero no en sentimiento.

Caminaron en silencio durante un rato por los senderos cubiertos de nieve. Eladio le hablaba de Rebecca, de pequeñas cosas: su risa, sus ocurrencias, su forma peculiar de escribir en los márgenes de los libros. Pero no le contaba todo. No aún. Había cosas que no sabía cómo decir… cosas que podían destruir la imagen que Lorena tenía de su hermana. Y de él.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Lorena, deteniéndose frente a una casa de fachada sobria pero elegante.

—Kevin Lambour. Quiere hablar contigo.

—¿Conmigo? ¿Sobre qué? —Lorena frunció el ceño, confundida.

—Sobre algo... quizás sobre Michael Bennett —Eladio se sacudió la nieve de los hombros y llamó a la puerta.

—¿Qué tengo yo que ver con Michael Bennett? —insistió Lorena, sin obtener respuesta.

La puerta se abrió casi de inmediato.

—Los estaba esperando —dijo Kevin con una sonrisa que parecía ensayada.




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